Eduardo Lucita* - http://www.anred.org/spip.php?article15977
Hace cincuenta años las jornadas revolucionarias que se
expandieron desde Checoeslovaquia a Italia, pasando por Francia, aunque su
influencia traspaso las fronteras de esos estados, llegando un año después a
nuestro país, resultó en un ciclo de alza de la lucha de clases (1968/1976) en
todo el capitalismo occidental que constituyó el mayor desafío al sistema desde
la Revolución Rusa de 1917.
El aire de aquellos
tiempos
Aquel ciclo no inició de la nada ni espontáneamente. Fue el
resultado de la acumulación de luchas nacionales y de clase, también de
contradicciones que se fueron desenvolviendo en la onda larga del capitalismo
nacida luego de la 2da. Guerra Mundial. Quienes protagonizaron aquel tiempo de
luchas y esperanzas fueron los nacidos y crecidos en el período de la posguerra
en el marco de la llamada “Guerra Fría”, que enfrentaba a dos bloques con
formas de propiedad, relaciones de producción y organización social distintas.
Esa relación de confrontación-colaboración estuvo en 1962 a punto de desembocar
en una guerra nuclear. Fue la crisis de los cohetes en Cuba.
Fue el dirigente inglés Chris Hartman quien bautizó aquel
tiempoo como “de la triple crisis”. Definía así el contexto en que se
desarrollaron los acontecimientos hace 50 años: una clase obrera ampliada y un
movimiento estudiantil que se levantaban contra el despotismo patronal y la
opresión cultural en occidente y el autoritarismo en el este, contra la
intervención norteamericana en Vietnam y contra el estalinismo en
Checoeslovaquia. Pero antes habían ocurrido el fin del orden colonial, Argelia
(1956) que inicia la descolonización del África; antes aún India (1946) y luego
las Revoluciones China (1949) y Cubana (1959).
La emergencia de los nuevos movimientos sociales y de la
nueva izquierda revolucionaria se afirmaba en un fuerte sentimiento
antiimperialista –desde Praga a Berlín, desde Tokio a México y Argentina…- que
cuestionaba la hegemonía económica y militar de EEUU, junto con una posición
crítica frente al comunismo oficial de la URSS y su política de coexistencia
pacífica. Estas dos tendencias a las que se sumó el movimiento contestatario al
interior de los países centrales se expresó también en la aparición de una
verdadera contracultura en las artes, en las letras y en la vida cotidiana -vestimenta,
relaciones sexuales, familia- que cuestionaba la cultura dominante. Un emblema
del internacionalismo de aquellos tiempos fue la figura del Che -que habiendo
renunciado al poder en Cuba volvió al combate llano- ondeando en todas las
manifestaciones y en todos los países. Ese fue el marco en que toda esa
generación de jóvenes se incorporó masivamente a la militancia política en
abierta ruptura con el reformismo de la socialdemocracia y de los partidos
comunistas.
De la primavera a los
otoños
Todo dio inicio en enero de 1968 con la Primavera de Praga.
Cuando la sociedad accionó contra la censura y por libertad de expresión y en
las empresas surgió, ya en 1969, un movimiento autogestionario que tomó la
forma de “consejos obreros”, en lo que se conoció como el “otoño caliente
checoeslovaco”. Finalmente los tanques soviéticos, como antes lo habían hecho
en Hungría, invadieron Checoeslovaquia y pusieron fin a la rebelión política.
Quienes impulsaban y participaban de esas movilizaciones no
renunciaban al socialismo pero sí querían formas democráticas de vida. Se
emparentaban así con las luchas que los obreros y estudiantes polacos y
húngaros desenvolvieron en 1956 contra la opresión estalinista en sus países.
Combativas y continuadas movilizaciones por reivindicaciones
obreras y en solidaridad con la revolución argelina y, en el plano
internacional, la ofensiva del Tet en Vietnam y la ocupación de la embajada de
EEUU en Saigón fueron los antecedentes más recordados del Mayo Francés. Los
famosos grafitis “Seamos realistas, pidamos lo imposible” o “Nosotros somos el
poder” entre tantos otros expusieron la imaginación sin límites (querían
llevarla al poder) del movimiento juvenil empoderado en las barricadas que se
juntó a la ocupación de fábricas por millones de obreros bajo las banderas
rojas, a pesar de la resistencia a sumarse del PCF, solo lo hizo tardíamente.
Los sucesos del mayo francés impactaron decididamente en
Italia que también tuvo su Mayo Italiano, sustentado en la acumulación de
conflictos fabriles anteriores y en el surgimiento de nuevas corrientes de
izquierda que confluyeron en las movilizaciones estudiantiles y obreras,
especialmente de las fábricas Fiat y Pirelli, hasta generalizarse y llegar a
producir su propio “otoño caliente” en 1969. En él se cuestionó el control de
las empresas y la organización capitalista del trabajo pasando por arriba de
las estructuras sindicales, en ese entonces dominadas por el PCI.
Una visión descafeinada, muy común en estos días y propia
del posmodernismo, centra toda la actividad de aquellas jornadas en el accionar
de estudiantes e intelectuales que exigían mayores libertades cotidianas y de
pensamiento, esta visión oculta la participación decidida de la clase obrera
como tal. Tanto en el mayo francés como en los otoños calientes taliano y
checoeslovaco las huelgas con ocupaciones de fábricas y los comités obreros
fueron decisivos. La huelga general en Francia de la que participaron más de
diez millones de trabajadores es aún hoy recordada como una de las mayores en
la historia europea.
Nosotros tuvimos también nuestro propio mayo, la protesta
obrero-estudiantil que fue un eslabón más de aquella cadena de acontecimientos
que para quienes aún a la distancia, la seguían, seguíamos, con pasión, era
parte indisoluble de un continuum que culminaría en la revolución mundial. El
Cordobazo fue expresión de ese proceso y también parte constitutiva del mismo,
resultó catalizador de grandes luchas del momento bajo la forma de puebladas
(Casilda y Gral. Roca), manifestaciones estudiantiles (Resistencia, Corrientes
y Rosario) y procesos insurreccionales (Córdoba y nuevamente Rosario) que
hicieron de aquel 1969 nuestro 68.
La ruptura en los
bordes
A ese proceso histórico, cuya influencia mundial fue mucho
más amplia de lo que aquí es sintetizado, es lo que el historiador
argentino-mexicano Adolfo Gilly llamó “La ruptura en los bordes”. Se preguntaba
“¿Hubo en 1968 y en sus prolegómenos un peligro o una amenaza de ruptura del
orden global existente?” Concluía que no pero que sí hubo “…un desafío
generalizado al orden mundial existente, el establecido en los acuerdos de
Yalta, un desafío no deseado por ninguno de los firmantes de ese acuerdo”. Como
se sabe, los firmantes fueron los jefes de gobierno de la URSS, EEUU y Gran
Bretaña.
Aquel proceso concluyó sin triunfos y el reflujo ha sido muy
profundo. El sistema resultó tener más reservas que las pensadas, aunque
también fue decisivo el colaboracionismo de luchar por pequeñas reformas sin
impugnar el todo de comunistas y socialistas así como la política de
coexistencia pacífica de la URSS.
Sin embargo aquellos jóvenes estudiantes y obreros abrieron
puertas y nuevos senderos a explorar. Demostraron, aunque se quedaran en los
bordes, que era posible desafiar el orden existente y amenazar con su ruptura,
que había otra forma de organizar el trabajo y las relaciones sociales, que se
podía conciliar socialismo y democracia. Aquellos sueños y esperanzas no
cumplidas siguen vigentes en otro contexto, con nuevas dificultades y muchas
incertezas, pero hoy como hace medio siglo alimentan nuestras esperanzas.
*Eduardo Lucita, integrante del colectivo EDI –Economistas
de Izquierda
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