viernes, 30 de septiembre de 2016

Argentina-Brasil, antes y ahora




Desde que los gobiernos de Argentina y Brasil se han articulado como eje de los procesos de integración latinoamericanos, a partir de coincidencias fundamentales en la lucha en contra del neoliberalismo, sus presidentes, una vez electos, se visitaban mutuamente, como primer viaje internacional. Eran maneras de reafirmar esa alianza, esa amistad, ese cariño que se tenían Lula y Néstor Kirchner, Cristina y Dilma.

Fueron los mejores años de las relaciones entre los dos países y los que más se avanzó en el intercambio entre ellos y en los procesos de integración latinoamericana. En los encuentros se hablaba de las relaciones estrechas entre los dos países, de la situación de América Latina, del lugar del continente en el mundo. Se acuerdan, hermanos, ¡que tiempos aquellos!

Eran encuentros llenos de pueblo, de participación de movimientos populares, de concentraciones en las plazas, de conversaciones con representantes de las fuerzas del campo popular. Eran dos países que se acercaban, que hablaban por intermedio de sus presidentes.

Hoy, sin embargo, ¿qué representa el encuentro de dos presidentes profundamente antipopulares como Mauricio Macri y Michel Temer? ¿En qué escenario se van a encontrar? ¿De que temas van a hablar? ¿Cómo se van a defender de la hostilidad del pueblo argentino a los dos?

Será un encuentro sombrío, de dos presidentes que no representan a sus países sino a los intereses del Imperio. Hablarán del FMI, del retorno del endeudamiento de sus países, compararán el nivel de recesión de sus economías, los niveles records del desempleo, de las manifestaciones populares en contra de ellos, de la hostilidad que nutren hacia países vecinos como Venezuela, Ecuador, Bolivia.

Se defenderán del pueblo con barricadas, con tropas, con esconderse de las calles. Hablarán al final en entrevistas controladas a los medios que los promueven, no anunciarán nada en el camino de avanzar en la integración regional, al contrario. Nada de la construcción de formas de defensa comunes respecto a la crisis internacional del capitalismo.

No habrá nada bueno para anunciar a sus pueblos. A lo mejor ni hablarán de los ajustes fiscales que los identifican, porque saben que solo contienen noticias malas para los pueblos.

Ya no será la relación de acercamiento y fraternidad entre dos países y dos pueblos. Ninguno de los dos piensa en América Latina como un sujeto político, ni a sus países como agentes de la integración.

Ni de elección es de buen tono hablar, dado que Temer llegó a la presidencia mediante un golpe y lo que más teme son las elecciones directas que el movimiento popular revindica en Brasil.

Los dos tienen en común intentos de reimplantar el modelo neoliberal que ha fracasado en los dos países, produciendo las peores crisis en Argentina y en Brasil en mucho tiempo. Tienen en común representar a los sectores que habían sido desplazados del gobierno por el voto democrático del pueblo de los dos países, a lo largo de mucho tiempo. Y hoy representan los intentos de restauración conservadora en América Latina.

No hay como no echar de menos las relaciones fraternales entre Néstor y Lula, entre Cristina y Dilma. Y las relaciones estrechas y solidarias entre Argentina y Brasil, como ejes de impulso de la integración latinoamericana.

- Emir Sader, sociólogo y científico político brasileño, es coordinador del Laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro (UERJ).


                       


lunes, 19 de septiembre de 2016

Intervenciones de EE.UU. en América Latina, 69 años de lucha



Estados Unidos, bajo el pretexto de la lucha contra el comunismo, constante enemigo de los intereses imperialistas, inició una política intervencionista en América Latina por medio de la Agencia Central de Inteligencia (CIA por su sigla en inglés).
A los 69 años de cruentas batallas y miles de desapariciones forzadas, los latinoamericanos no deberían olvidar que siguen inmersos en una guerra contra el imperialismo y la dominación.  

Intervención de la CIA en Latinoamérica 

Chile 1948
Gabriel González Videla, presidente chileno que fue presionado por la administración del presidente estadounidense Harry Truman, ilegalizó al Partido Comunista y persiguió a sus militantes. 
El resultado fue el confinamiento de dos mil militantes comunistas en el campo de concentración ubicado en el puerto norteño de Pisagua, bajo la custodia del entonces capitán Augusto Pinochet.

Venezuela 1948
Rómulo Gallegos, destacado intelectual cuyo conocimiento de la sociedad venezolana fue plasmado en sus novelas, era presidente de este país en 1948, pero un grupo de militares sublevados acompañados por el Coronel Adams derrocó a Gallegos. 
El Coronel justificó su presencia en el Palacio Presidencial de Miraflores el día del golpe militar con la excusa de haber ido a buscar un regalo que le habían ofrecido.

Guatemala 1954
La Organización de Estados Americanos (OEA) respaldó el señalamiento de la CIA sobre las políticas comunistas llevadas a cabo por el presidente Jacobo Arbenz. 
Sin embargo, la verdadera razón del golpe de Estado se relaciona con la reforma agraria de Arbenz, la cual recuperaba para el Estado más de 600.000 hectáreas que pertenecían a la United Fruit Company (UFCo), las cuales fueron distribuidas entre las familias guatemaltecas. 
John Foster Dulles y su hermano Allen, director de la CIA, estaban interesados en la UFCo. 

República Dominicana 1963
El Gobierno democrático de Juan Bosh fue derrocado con apoyo norteamericano tras ser acusado de desviaciones comunistas. 
El 28 de abril de 1965, fuerzas armadas estadounidenses, apoyadas por la OEA, la Junta Interamericana de Defensa y el Ejército de Brasil, intervienen República Dominicana para impedir el triunfo de las fuerzas nacionalistas que exigían el retorno de Bosh.

Brasil 1964
El Gobierno de João Goulart, presidente constitucional de Brasil, fue depuesto con el apoyo de la CIA por considerar que ponía en peligro la estabilidad regional debido a su "cercanía con el comunismo".

Nicaragua 1979
El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSNL) toma el poder en este país tras la huida del dictador Anastasio Somoza, hecho que no pudo evitar la administración del presidente Jimmy Carter, quien solicitó la intervención de la OEA o el intento de los Estados Unidos de crear un Gobierno de unidad nacional sin el FSLN.
El dictador ocupó la presidencia de Nicaragua con el pleno apoyo de Washington y consolidó un poder mediante la persecución política y la represión. Logró forjar una fortuna que lo consagró a él y a su familia como una élite acomodada en la región.

En contexto
El Movimiento de Países No Alineados (Mnoal) responde, en la actualidad, a un interés que tienen los países en vías de desarrollo por independizarse de las grandes potencias que controlan gran parte de la economía mundial.
Países como Venezuela llevan adelante un proceso de transformación social en aras de construir un nuevo mundo capaz de responder a las necesidades de las mayorías, muchas veces invisibilizadas por los grandes monopolios económicos y comunicacionales.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Brasil después de la democracia



¿Y ahora qué? La pregunta resuena en cada rincón de América Latina. La incógnita por el futuro del país más grande de la región está instalada en casi todas las sedes de gobierno del mundo y miles de organizaciones políticas y sociales intentan anticipar las consecuencias de lo que ha ocurrido. Un proceso de impeachment (jui­cio político) sin base jurídica llegó hasta la última instancia, puso al mando del país a un Presidente no electo y revirtió una deci­sión tomada en las urnas por 54 millones de personas hace menos de dos años.
La clausura de esa instancia política fundamental, pese a la notoria pérdi­da de popularidad de quien fue electa presidente, Dilma Rousseff, plantea un dilema central para el futuro nacional y latinoamericano. Si las democracias bur­guesas se sostienen en base al voto de los ciudadanos casi como única instan­cia de participación popular, ¿por dónde se canalizará el descontento social sin esa posibilidad?
El sistema político brasileño está atra­vesado por la corrupción, como mues­tran los avances judiciales del proceso denominado Lava Jato, y cada vez se aleja más del grueso de la población, que reclama elecciones anticipadas para ele­gir un nuevo presidente. Michel Temer apenas tiene el apoyo de entre el 10 y 14% de los brasileños según encuestado­ras pero, sin haber sido elegido, podría ocupar el cargo máximo del país hasta el 1 de enero de 2019.

Giro político
El débil gobierno al mando del país se propone tareas de gran magnitud e impo­pularidad, que probablemente deterioren aún más su pequeña base de sustentación social. La silbatina masiva que recibió en la inauguración de los Juegos Olímpicos en el estadio Maracaná de Río de Janeiro y lo hizo desistir de participar de la cere­monia de cierre junto al primer ministro japonés Shinzo Abe (Tokio será la próxi­ma sede olímpica) le demostró a Temer que su punto de partida es el repudio ge­neralizado.
Su objetivo no es sin embargo ganar apoyos masivos, aunque necesita garanti­zarse un margen mínimo de gobernabili­dad. La Federación de Industrias de San Pablo (Fiesp) y otras importantes organi­zaciones empresariales, los grandes capi­tales extranjeros (“los mercados”) y fuer­zas políticas de derecha como el Partido de la Social Democracia Brasileña (Psdb) son sus verdaderos apoyos. A cambio, debe llevar adelante los planes de ajuste que le exigen. Por eso el Psdb no afloja la presión y llevará hasta el final su denuncia ante el Tribunal Supremo Electoral contra la candidatura Rousseff-Temer de 2014 por financiamiento ilegal, que en última instancia podría anular el resultado de la elección. No buscan eso, pero reclaman un mayor ajuste fiscal.
Temer tendrá su primera presenta­ción internacional el 4 y 5 de septiembre en China, en la cumbre del G-20. Allí bus­cará celebrar reuniones bilaterales, firmar nuevos acuerdos comerciales con China y captar inversiones extranjeras. Irá con un anzuelo: el amplio plan de privatizaciones que prevé anunciar e implementar para reducir el elevado déficit fiscal, agravado desde la suspensión de Dilma.
Después, en Brasilia, se discutirá el centro del programa que burló las urnas. Tres proyectos fundamentales llegarán al Congreso en cuanto sea posible: las refor­mas laboral y jubilatoria y una enmienda constitucional para impedir el aumento real del gasto público. Los contenidos: aumento en diez años de la edad mínima jubilatoria y en cinco años el tiempo ne­cesario de las contribuciones; reducción de derechos laborales como el aguinaldo, horas extras, vacaciones, duración de la jornada; prohibición constitucional del crecimiento del gasto real en educación, salud y viviendas durante 20 años. “Va a imponer que las reglas del trabajo sean firmadas solo entre las dos partes, obreros y patrones. Y promete aprobar una ley en el Congreso que libere la venta de tierras al capital extranjero”, advirtió el fundador del Movimiento Sin Tierra (MST), João Pedro Stedile.
A esto hay que sumarle medidas con­cretas contra la agricultura familiar; obligatoriedad de pagar planes de salud; cierre de las fronteras a los refugiados si­rios; recortes en programas educativos; eliminación de la exclusividad de Petro­bras para la explotación de los yacimien­tos de petróleo en aguas profundas; re­tiro del paquete de leyes anticorrupción enviado por Dilma al Congreso.
Otro giro de envergadura se desenvuel­ve ya en el campo de la política interna­cional. Durante los gobiernos de Lula y Dilma, Brasil confrontó a Estados Unidos en la región, apoyó la incorporación de Venezuela al Mercosur, trabajó en la edi­ficación de Unasur y fundó el grupo Brics junto a China, Rusia, India y Suráfrica. Con José Serra –del Psdb– en la cancille­ría, Brasilia se desplaza nuevamente hacia la órbita de Washington.

Obstáculos sociales  
En este nuevo escenario la cuestión clave a dilucidar es cuánto margen social tiene Temer para encarar las medidas que se le exigen, más allá de tener el apoyo de ambas cámaras en el Congreso. Has­ta ahora, decenas de fuerzas sindicales, estudiantiles y campesinas –entre otras– vinculadas al Partido de los Trabajadores (PT) y otros sectores de izquierda se han organizado en torno al Frente Brasil Po­pular, para formar una gran alianza “en defensa de la democracia y de otra políti­ca económica”. Si bien su objetivo inme­diato fue enfrentar el golpe parlamentario con fachada institucional, se reunieron en torno a cuatro puntos: defensa de los de­rechos de los trabajadores; ampliación de la democracia y la participación popular; campaña por reformas estructurales (del Estado, política, del poder judicial, de la seguridad pública, de los medios de co­municación, agraria, urbana, de salud, de la educación y tributaria) y defensa de la soberanía nacional.

Otra alianza de organizaciones, pero sin la presencia formal del PT, es el Frente Pueblo Sin Miedo. Ambos ya tienen casi un año de existencia y tienden a la con­fluencia. Sin embargo todavía no ha ha­bido grandes movilizaciones de masas y, pese a la creciente insatisfacción social, los que salen a las calles por ahora son sólo los militantes.

jueves, 1 de septiembre de 2016

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE POPULISMO?

Por Ezequiel Adamovsky - http://www.revistaanfibia.com/ensayo/de-que-hablamos-cuando-hablamos-de-populismo-2/#sthash.IX61qJvn.4a7Fu1GP.dpuf



En discusiones políticas y en los medios, el concepto “populismo” suele mencionarse como una amenaza. Sin embargo no existen en el mundo movimientos que así se autodefinan. El historiador Ezequiel Adamovsky hace un recorrido cronológico sobre el término, arrancando en la Rusia de 1800, pasando por América Latina e incluyendo el sentido positivo que le dio Ernesto Laclau. ¿Sirve una categoría que se le puede aplicar tanto a la coalición de izquierda griega de Syriza como a sus enemigos del movimiento neonazi? Anfibia entra de lleno en el debate académico: cree el autor, "como concepto para entender la realidad, el populismo se ha extinguido".

Por todas partes se habla del “populismo” en los debates políticos y en los medios. No hay día en que no leamos columnas en la prensa norteamericana, europea o de América Latina que nos adviertan sobre alguna amenaza “populista”  en algún lado, de Venezuela a Grecia, de España a Argentina. Incluso dentro de los Estados Unidos se suele acusar a algunos políticos de ser “populistas”. Es como si fuera una especie de plaga desconocida: está por todas partes y nadie puede explicar del todo cómo se ha expandido tanto. ¿Pero qué quiere decir “populismo”? ¿Existe realmente una “amenaza populista” que esté afectando a las democracias de todo el planeta?

“Populismo” y el adjetivo “populista” fueron términos académicos antes de transformarse en expresiones de uso común. A su vez, como muchos otros conceptos académicos, nacieron como parte de vocabularios políticos de algún país en concreto. “Populismo” fue utilizado por primera vez hacia fines del siglo XIX para describir un cierto tipo de movimientos políticos. El término apareció inicialmente en Rusia en 1878 como Narodnichestvo, luego traducido como “populismo” a otras lenguas europeas, para nombrar una fase del desarrollo del movimiento socialista vernáculo. Como explicó el historiador Richard Pipes en un estudio clásico, ese término se utilizó para describir la ola antiintelectualista de la década de 1870 y la creencia según la cual los militantes socialistas tenían que aprender del Pueblo, antes que pretender erigirse en sus guías. Pocos años después los marxistas rusos comenzaron a utilizarlo con un sentido diferente y peyorativo, para referirse a aquellos socialistas locales que pensaban que los campesinos serían los principales sujetos de la revolución y que las comunas y tradiciones rurales podrían utilizarse para construir a partir de ellas la sociedad socialista del futuro. Así, en Rusia y en el movimiento socialista internacional, “populismo” se utilizó para designar un tipo de movimiento progresivo, que podía oponerse a las clases altas, pero –a diferencia del marxismo– se identificaba con el campesinado y era nacionalista.

Aparentemente sin conexión con el precedente ruso, “populismo” surgió también como término político en los Estados Unidos luego de 1891, para referir al efímero People’s Party (Partido del Pueblo) que surgió entonces, apoyado principalmente por los granjeros pobres, de ideas progresistas y antielitistas. Tal como en Rusia, el término también refirió allí a un movimiento rural y a una tendencia antiintelectualista; utilizado por los oponentes del nuevo partido, también adquirió de inmediato una connotación peyorativa. Como mostró Tim Houwen, “populismo” permaneció como un vocablo poco utilizado hasta la década de 1950. Sólo entonces fue adoptado por la academia –entre otros por el sociólogo Edward Shils– aunque con un sentido completamente novedoso. En la formulación de Shils, “populismo” no refería a un tipo de movimiento en particular, sino a una ideología que podía encontrarse tanto en contextos urbanos como rurales y en sociedades de todo tipo. “Populismo” para Shils, designaba “una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura”. Como un fenómeno de múltiples caras, tal “populismo” se manifestaba en una variedad de formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo en Alemania, el Macartismo en Estados Unidos, etc. Movilizar los sentimientos irracionales de las masas para ponerlas en contra de las élites: eso era el populismo. En otras palabras, “populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto de fenómenos que se apartaban de la democracia liberal, cada uno a su modo. 

En las décadas de 1960 y 1970 otros académicos retomaron el término, en un sentido algo diferente, aunque conectado con el anterior. Lo utilizaron para nombrar a un conjunto de movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente los latinoamericanos como el peronismo en Argentina, el Varguismo en Brasil y el Cardenismo en México. A pesar de que algunos de estos académicos valoraban positivamente la expansión de nuevos derechos para las clases bajas que había venido de la mano de estos movimientos, su tipo de liderazgo era el rasgo distintivo: era personal antes que institucional, emotivo antes que racional, unanimista antes que pluralista. En este sentido, se medían con la vara implícita de las democracias “normales” (es decir, liberales) del Primer Mundo. En eso, estos trabajos se conectaban con los de los académicos como Shils: implícitamente compartían una mirada normativa sobre cómo se suponía que debían ser y lucir las verdaderas democracias.

Así, en el mundo académico el concepto de “populismo” mutó de un uso más restringido que refería a los movimientos de campesinos o granjeros, a un uso más amplio para designar un fenómeno ideológico y político más o menos ubicuo. Para la década de 1970 “populismo” podía aludir a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una “ideología de resentimiento” que amenazaba por todas partes a la democracia. En todos los casos, el término tenía una connotación negativa.

Para complicar incluso más las cosas, el filósofo post-marxista Ernesto Laclau propuso un sentido más para nuestro término, completamente diferente a todos los anteriores. La influyente obra de Laclau planteó la necesidad de reemplazar la noción de “lucha de clases”, entendida como una oposición binaria fundamental que se generaba por la propia naturaleza de la opresión de clases, por la idea de que en la sociedad existe una pluralidad de antagonismos, tanto económicos como de otros órdenes. En tal escenario, no puede darse por sentado que todas las demandas democráticas y populares van a confluir como una opción unificada contra la ideología del bloque dominante. El plano político tiene un papel fundamental a la hora de “articular” esa diversidad de antagonismos. Y los discursos aquí son fundamentales, ya que son ellos los que “articulan” las demandas diversas, produciendo un Pueblo en oposición a la minoría de los privilegiados. Así entendido, el Pueblo es un efecto de la apelación discursiva que lo convoca, antes que un sujeto político pre-existente. En esta visión política, la articulación de un Pueblo en oposición al bloque dominante, es decir, el ordenamiento de una variedad de demandas en una oposición binaria, es fundamental para la “radicalización de la democracia” (una expresión que, para Laclau, tenía un sentido positivo). En uno de sus últimos trabajos, Sobre la Razón Populista (2005), Laclau utilizó el término “populista” para nombrar ese tipo particular de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición a las clases dominantes. “El populismo comienza –escribió– allí donde los elementos popular-democráticos son presentados como una opción antagonista contra la ideología del bloque dominante”. Pero en verdad esa etiqueta no era indispensable. Laclau podría haber llamado al estilo específico de apelación política que le interesaba de otro modo, por ejemplo, “popular-democráticas” o alguna otra variante, en lugar de “populistas”. Pero el hecho es que decidió llamar a eso “populismo”, con lo cual, contrariamente a los académicos del pasado, le otorgó a ese término un sentido positivo. En su filosofía, el “populismo” era el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la democracia”. Como consecuencia de la propuesta teórica de Laclau, por primera vez algunos referentes e intelectuales de ciertos movimientos políticos (por caso el kirchnerismo en Argentina y Podemos en España) comenzaron a llamarse “populistas” a sí mismos, desafiando de ese modo el sentido común según el cual ser “populista” era algo malo. Y a su vez, eso alimentó a los liberales, dándoles más motivos para creer que existe una “amenaza populista” acechando la ciudadela de la democracia.

El término “populismo” tenía entonces una dinámica expansiva ya en sus usos académicos. Pero al volverse de uso común, especialmente en las últimas dos décadas, se descontroló completamente. Casi cualquier cosas puede ser llamada “populismo” en la prensa de hoy. “Populista” se ha vuelto una especie de acusación banal que se lanza simplemente para desacreditar a cualquier cosa o adversario, buscando asociarlo así con algo ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso. Algunos gobiernos latinoamericanos que en los últimos tiempos no se alinearon con Estados Unidos o con el FMI son por supuesto los blancos preferidos. Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador y Brasil son o han sido atacados por la amenaza “populista” que proyectan sobre las democracias de la región. Y uno pensaría que ya entendió a qué se refiere el término, pero entonces comprueba que también Silvio Berlusconi –que no era ningún enemigo de los norteamericanos y mucho menos de los grandes empresarios– era un “populista”. ¿Y por qué? Para la revista The Economist, porque su gobierno se apoyaba en lazos de “patronazgo y corrupción”o, como otro comentarista argumentó, porque Berlusconi hablaba “en el lenguaje del hombre común de la calle”. Según el New York Times, en Europa es “populista” cualquiera que quiera poner límites a la migración interna o sea euroescéptico; con esos dos rasgos ya alcanza para ganarse el mote. El líder italiano Beppe Grillo es por supuesto un “populista” ya que critica al establishment político italiano. No importan las ideas que uno tenga en cualquier otro asunto: si uno habla como la gente común, si critica a Estados Unidos, si tiene problemas con el curso que está tomando la Unión Europea o con su establishment político local, uno es un “populista”. Y no importa si se trata de un izquierdista radicalizado o de alguien de extrema derecha. En Grecia, según nos informan, Syriza es por supuesto “populista”. Pero también lo son sus enemigos del movimiento neo-Nazi Amanecer Dorado. Las ideas de ambos grupos son totalmente opuestas en todas y cada una de las maneras posibles, pero sin embargo ambos se las arreglan para pertenecer a la misma familia política. Ambos son de “los populistas”.

De toda esta proliferación de significados, uno creería al menos entender que, comoquiera que uno lo defina, el “populismo” es un fenómeno político. Pero sin embargo las cosas no son tan sencillas. Porque economistas como Rudiger Dornbusch y otros opinan que existe también un  “populismo macroeconómico”, según el cual son “populistas” aquellos que tienen una mirada económica que “prioriza el crecimiento y la distribución del ingreso y no se preocupa suficientemente por los riesgos de la inflación y del déficit en las finanzas, por las limitantes externas y por las reacciones de los agentes económicos frente a políticas agresivas que afectan el mercado”. Este “populismo macroeconómico” parecería referir entonces a un tipo específico de políticas económicas. Y sin embargo, en los debates recientes cualquier tipo de comentario o idea que no sea total y completamente amigable hacia los empresarios recibe el mote de “populista”. La Cámara de Comercio de los Estados Unidos declaró recientemente que son “populistas” todos los que tratan de “eliminar el sistema de capital libre y abierto.” A Obama se lo acusó de serlo sólo por decir que le gustaría que los millonarios paguen un poquito más de impuestos. El Wall Street Journal llamó “populista” a Hilary Clinton porque dijo que el Congreso debería “enfocarse en la creación de empleo y en los ingresos de las familias de clase media”. Eso era todo lo que el diario necesitaba escuchar. De hecho, para ese períodico, la mera preocupación por el tema de la “desigualdad de ingresos”  es síntoma de la enfermedad del “populismo” (porque los ingresos de cada cual son un asunto privado, claro).

Bien entonces. El “populismo” es un fenómeno político y también económico. ¿Así sería? Lamentablemente la saga continúa. Porque a todo lo anterior hay que agregar la idea que presentó hace tiempo Jim McGuigan, adoptada luego por muchos otros, según la cual existe también un “populismo cultural”, que sería aquél que valoriza la cultura popular por sobre otras formas de cultura “seria”. Está visto: el “populismo” ha penetrado todas las áreas de la vida social.

En todos estos usos variados, “populismo” parece poco más que un latiguillo que busca dar credibilidad conceptual a nociones más antiguas y menos sofisticadas, como “demagogia”, “autoritarismo”, “nacionalismo” o “vulgaridad”. Se utiliza con frecuencia simplemente para desacreditar ciertas ideas o decisiones de política económica heterodoxas, asociando a las personas o gobiernos que las llevan adelante a cosas desagradables, como el nazismo o la xenofobia. Para decirlo en otras palabras, “populismo” es un término que mete en una misma bolsa cosas que no pertenecen a un mismo conjunto y, al mismo tiempo, crea barreras mentales que nos impiden comparar cosas que son perfectamente comparables. ¿Por qué se agruparía bajo una misma etiqueta a los gobiernos sudamericanos que están construyendo la UNASUR y que en general tienen leyes benignas para la inmigración, con los xenófobos y racistas de la derecha euroescéptica? ¿Por qué aplicar impuestos a los ricos es “populismo” si lo hace un gobierno latinoamericano, pero sólo una medida “socialdemócrata” si lo hace Noruega? ¿Por qué las medidas económicas de Perón eran “populistas” pero el New Deal de Roosevelt –en el que Perón se inspiró– era apenas “keynesiano”? ¿Así que la corrupción y el patronazgo son rasgos populistas? ¿Entonces por qué en España lo son los muchachos de Podemos, pero no los corruptísimos del Partido Popular? Suele asociarse a Argentina con Venezuela como dos formas extremas de “populismo”. Pero en realidad, en términos de estilos políticos, arreglos institucionales y políticas concretas, el gobierno kirchnerista se parece más al del Frente Amplio uruguayo que al de Maduro. ¿Por qué entonces rara vez se dice que Uruguay forma parte de la “amenaza populista”? No hay motivo concreto, como no sea el hecho de que Uruguay continúa siendo un país amigable para los norteamericanos.

“Populismo” se ha convertido en un término de combate profundamente ideologizado. Su valor como concepto para entender la realidad, si alguna vez lo tuvo, se ha extinguido. En los usos actuales, puede referir a una familia de ideologías, a una variedad de movimientos políticos, a un tipo de régimen, a un estilo de gobierno, a un modelo económico, a una estética o a un tipo particular de apelación política. Todo eso mezclado y sin ninguna claridad analítica. “Populismo” funciona obviamente como término peyorativo, orientado a desacreditar a quienes se lo aplica. Pero más importante que eso: se supone que las categorías con vocación taxonómica deben agrupar fenómenos sociales similares para hacerlos más comprensibles. No hay nada malo en ello –de hecho es algo fundamental –, pero a condición de que se agrupe a los fenómenos según los rasgos propios que posean. Como categoría taxonómica, “populismo” hace exactamente lo contrario. El único rasgo que comparten todos los fenómenos que son catalogados con esa etiqueta no es algo que son, sino algo que no son. Se los agrupa no por sus rasgos en común, sino simplemente porque ninguno de ellos (cada uno a su modo y por motivos diferentes) se corresponde con el tipo de movimientos, estilos, políticos o políticas que los liberales occidentales tienen a apreciar. En los debates actuales, “populismo” significa no mucho más que ser amistoso  con la clase baja –sea en términos de políticas concretas o simplemente de manera discursiva– o tomar medidas (o tener “estilos”) que desagradan a las élites políticas, económicas o culturales.  Porque, supongamos por un momento que manifestar cercanía hacia la clase baja fuera algo que se aparta de los ideales de las democracias “normales”, esto es, las que supuestamente dejan que el “pluralismo” oriente una negociación cordial de todos los intereses sociales, sin preferencia por ninguno. Y supongamos que tal desviación fuera tan importante que requiriera todo un concepto para nombrarla: no es “democracia” sino “populismo”. Aceptemos todo eso por un momento. ¿Cómo es entonces que no hay un concepto, una taxonomía específica, para nombrar la desviación opuesta, es decir, las ideas, actitudes, estilos o políticas que manifiestan cercanía con las clases altas y producen desagrado a las clases bajas? ¿Cómo es que tal apartamiento del ideal del pluralismo es simplemente una de las variantes aceptables de la democracia y no reclama una etiqueta especial que nos advierta sobre el peligro que implican? En la ausencia de respuesta a esas preguntas, la pretensión normativa del concepto de “populismo” queda perfectamente clara.

Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que “el populismo” no existe. No hay ninguna “amenaza populista” al acecho de nuestras democracias. De hecho, no hay una sino varias amenazas que pesan sobre la vida democrática. Y también existen varios modelos de democracia posibles. “Populismo” nos hace creer que este escenario complejo de múltiples opciones y diversos peligros en verdad es sencillo. Se trataría de un escenario dividido en dos campos claramente distinguibles: por un lado la democracia liberal (la única que merece ser llamada “democracia”) y por el otro la presencia fantasmal de todo lo que no se corresponde con ese ideal y, por ello, debe rechazarse de plano. En otras palabras, “populismo” nos invita a cerrar filas alrededor de la democracia liberal (es decir, una democracia de alcances limitados tal como gusta a los liberales) para combatir a un solo monstruo compuesto por todo lo demás, en cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos, nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa. Y el problema es que esa forma de razonamiento nos impide ver dos hechos fundamentales. Primero, que dentro de esa masa de elementos “populistas” hay algunos que definitivamente son una amenaza a la democracia, pero también ideas, experimentos políticos y organizaciones que tienen el potencial de ofrecer formas mejores y más sustantivas de democracia para las sociedades modernas. Y segundo, que el propio liberalismo, con sus valores individualistas, su ethos productivista y su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios es, de hecho, una de las mayores amenazas que corroen las democracias actuales.

* Una versión en inglés de este artículo apareció originalmente en Telesur English.