Enrique Santiago Romero - www.eldiario.es/tribunaabierta/lawfare-guerra-juridica-democracia_6_806029406.html
El 1 de septiembre de 2016 el Senado de Brasil destituyó a
Dilma Rousseff de la presidencia del país en un “juicio político” en el que
resultó condenada por supuestamente haber manipulado el presupuesto público.
Entre el 2 de noviembre de 2017 y el 6 de marzo de 2018, la
expresidenta argentina Cristina Kirchner recibió tres procesamientos
judiciales, dos por presuntos delitos de corrupción y uno por interferir
presuntamente en la investigación del atentado de la AMIA, ocurrido en Buenos
Aires en el año 1994.
El 24 de enero de 2018 el Tribunal Supremo de Brasil
ratifica la sentencia contra el que fuera presidente del país y actual
candidato mejor situado en las encuestas para las próximas elecciones
presidenciales, Lula da Silva, condenado a 12 años de prisión por corrupción.
Acaba en prisión en abril de 2018 y resulta inhabilitado para la reelección
presidencial.
El 9 de abril 2018 la Fiscalía de Colombia ejecuta una orden
de captura con fines de extradición de los EE.UU. contra el diputado electo del
partido FARC y responsable de la implementación del Acuerdo de Paz Jesús
Santrich, por un supuesto delito de conspiración para exportar cocaína a los
EE.UU.. Desde entonces permanece en prisión, apartado de la implementación del
acuerdo de paz y sin haber podido tomar posesión de su escaño en la Cámara
Legislativa a pesar de no existir acusación alguna contra él en Colombia.
El 3 de julio de 2018 se dicta por un tribunal de Ecuador
una orden de prisión y captura internacional contra el ex presidente Rafael
Correa. Previamente, el 14 de diciembre de 2017, era condenado a seis años de
prisión el vicepresidente Jorge Glas, acusado de corrupción. Y el 17 de junio
de 2018 era capturado en Madrid, por solicitud de Ecuador, Pablo Romero, quien
fuera parte del equipo de Gobierno de Rafael Correa.
“La legitimidad otorgada al proceso de judicialización de la
política emana del consenso sobre la 'corrupción' como problema fundamental de
América Latina”. Esta premisa cargada de razón formal fue manifestada por
instituciones financieras internacionales y agencias del Gobierno
estadounidense promotoras del Ajuste Estructural del Estado en la década de los
años 90. Viene siendo utilizada para atacar gobiernos, fuerzas políticas y
líderes de izquierdas de América Latina que se oponen a los ajustes
neoliberales dictados por el FMI, afirmando que los “populismos de izquierda”
presentan un problema de corrupción estructural, omitiendo que la corrupción
es intrínseca al neoliberalismo y a las políticas de ajuste y austeridad.
Contra todos los que han puesto en marcha con éxito alternativas a las
políticas neoliberales se ha utilizado el 'lawfare', la “guerra jurídica
asimétrica”, que ha sustituido la doctrina de la Seguridad Nacional -guerra
contra insurgente- que se impartía desde las Escuelas de las Américas. Ahora
son judiciales las escuelas desde las que el Norte expande su estrategia para
acabar con los gobiernos de izquierdas inhabilitando políticamente a los
líderes que pretenden rescatar la soberanía nacional de sus pueblos.
Guerra jurídica o 'lawfare' es una palabra inglesa
correspondiente a una contracción gramatical de las palabras "ley"
(Law) y "guerra" (warfare), que describe una forma de guerra
asimétrica. Una "guerra jurídica" que se despliega a través del uso
ilegítimo del derecho interno o internacional con la intención de dañar al
oponente, consiguiendo así la victoria en un campo de batalla de relaciones
políticas públicas, paralizando política y financieramente a los oponentes, o
inmovilizándolos judicialmente para que no puedan perseguir sus objetivos ni
presentar sus candidaturas a cargos públicos. De esta forma describe el
'lawfare' el “Informe del Encuentro de expertos en Cleveland sobre el 11
septiembre y sus consecuencias”, del año 2010.
El 'lawfare' se muestra ahora con toda intensidad. Su
planificación comenzó hace años mientras la izquierda en América Latina ponía
en marcha sistemas democráticos más participativos e igualitarios que eran
apoyados mayoritariamente. Mientras esto ocurría, las fuerzas neoliberales
lideradas por el “establecimiento” estadounidense, diseñaban la nueva
estrategia de combate y desprestigio a esos movimientos políticos que
cosechaban éxitos para la izquierda.
Remontémonos al 16 de octubre de 1998. El exdictador chileno
Augusto Pinochet fue detenido en Londres acusado de crímenes contra la
humanidad por una orden emitida por el juez Garzón a petición de colectivos
defensores de víctimas. El final de la “guerra fría” causó la desorientación
estratégica de su vencedor, los EEUU. Era imprescindible definir un nuevo
enemigo que permitiera mantener el conglomerado militar-industrial base del
sistema capitalista que doblegó a los países socialistas. Ese periodo de
desorientación posibilitó que el ejercicio de acciones penales desde terceros países
-la 'jurisdicción universal' contemplada en las legislaciones nacionales desde
hacía años, pero imposible de aplicar durante la 'guerra fría'-, se convirtiera
en una poderosa herramienta contra regímenes autoritarios responsables de
crímenes contra la humanidad, conductas ilícitas ejecutadas para reprimir los
anhelos de cambio de los pueblos. Fueron años de expansión de la 'jurisdicción
universal'. A la detención de Pinochet le siguió el inicio de procedimientos
judiciales impulsados por colectivos de víctimas contra militares y políticos
argentinos, uruguayos, colombianos, congoleses, estadounidenses, israelíes…
responsables de masivas violaciones a los derechos humanos.
La respuesta de las democracias occidentales no fue expandir
la jurisdicción universal, sino combatir la oportunidad abierta para hacer
respetar el derecho internacional y acabar con la impunidad de los crímenes
internacionales. Las contrarreformas legales de la 'jurisdicción universal' en
Bélgica en el año 2003 y España en los años 2009 (PSOE) y 2014 (PP), son
ejemplos de esta regresión, así justificada: “(…) La jurisdicción universal
puede usarse por motivos políticos o con fines vejatorios, y puede afectar
negativamente al orden mundial causando fricciones innecesarias entre los Estados,
abusos potenciales de los procedimientos legales y privación de derechos
humanos individuales” (I.B.C. Revue internationale de droit pénal, 2008/1, Vol.
79).
Quienes mantienen el actual orden mundial extrajeron
lecciones sobre las potencialidades de la 'jurisdicción universal' -fácil
accesibilidad, bajo coste y alta eficiencia- para utilizarla a favor de sus
intereses. Comenzó el diseño de nuevas estrategias que les permitieran mantener
su poder y capacidad de intervención cuando ello fuera necesario. Debido a los
efectos políticos contraproducentes que tuvo la doctrina de la Seguridad
Nacional -torturas, desapariciones forzadas, dictaduras, protestas
sociales...-, desde el fin de la guerra fría los Estados Unidos no utilizan
como primera opción la implantación de regímenes autoritarios si les es posible
mantener el control sobre cualquier país por medios de apariencia más
democrática. La intervención jurídica se convierte en una opción eficaz siempre
que exista un plan para alcanzar el fin buscado. El plan requiere una táctica
-intervención jurídico-política para cooptar al poder judicial y operadores
jurídicos -, unos recursos -escuelas y programas de formación de jueces y
juristas- y unos objetivos: derrocar a los gobiernos que pretenden rescatar la soberanía
nacional de sus pueblos. La estrategia es desprestigiar a las fuerzas políticas
que los dirigen e inhabilitar electoralmente y destruir políticamente a los
líderes que los encabezan.
Los precedentes de esta estrategia jurídico-política los
encontramos en la denominada “guerra contra el terrorismo” impulsada después
del 11-S de 2001. Los EE.UU. intentaron crear una nueva interpretación del
derecho aplicable a los conflictos armados, pretendiendo hacer desaparecer
paulatinamente la abismal diferencia entre derecho penal interno y derecho
internacional humanitario. Han intentado imponer nuevas categorías jurídicas no
previstas en las leyes internas ni internacionales, como el “combatiente
enemigo ilegal” o su derecho unilateral a “vigilar y ejecutar” con el que
justifican la utilización de drones asesinos. Un paso más ha sido la masiva
judicialización de la política con sustento en el consenso sobre la
“corrupción”, aplicada de forma generalizada a los líderes de la izquierda
alternativa latinoamericana que han pretendido garantizar la soberanía nacional
frente a la injerencia.
Desde principios del siglo XXI comenzaron a invertir
recursos en programas de cooptación de las instituciones judiciales de
numerosos países, en especial los de América Latina. Las “Escuelas de las
Américas” para militares se han sustituido por escuelas judiciales y programas
de capacitación jurídica, tanto en los Estados Unidos -donde acuden a recibir
doctrina jueces y operadores jurídicos-, como en los países de América del Sur,
donde a través de una generosa financiación de la agencia estadounidense para
el desarrollo, la USAID, se han creado y controlado políticamente las escuelas
de capacitación judicial. En Colombia, desde la creación de la escuela de
formación del poder judicial “Rodrigo Lara Bonilla”, financiada por USAID, se
ha transitado del sistema jurídico de naturaleza 'continental' -imperio de la
ley escrita- previsto en la Constitución Política, a un sistema de precedente
judicial -'common law' estadounidense- carente de sustento constitucional.
Ahora son los jueces de la Corte Constitucional quienes redactan las leyes
mediante el proceso de revisión constitucional. En caso de sentenciar que una
ley no se ajusta a la Constitución, proceden a darle una nueva redacción actuando
como una segunda y definitiva cámara legislativa. En América Latina asistimos a
la paulatina sustitución de los sistemas penales inquisitivos o mixtos, por el
sistema penal acusatorio a imagen y semejanza del de los Estados Unidos,
provocando un desmesurado empoderamiento de las fiscalías nacionales, que en la
práctica operan sobre las instrucciones, informaciones e 'indictments'
remitidos por la justicia estadounidense.
El plan diseñado para la expansión del 'lawfare' ha
comenzado a alcanzar sus objetivos. Dilma Rousseff, Fernando Lugo, Cristina
Kirchner, Lula, Jesús Santrich, Rafael Correa… todos ellos han sido objeto de
esta estrategia político-jurídica que los inmoviliza políticamente en esta
nueva guerra jurídica. El objetivo es desprestigiarlos a ellos y a sus fuerzas
políticas equiparándolos a delincuentes comunes e inhabilitándolos
electoralmente. El poder judicial que permitió que América Latina fuera uno de
los continentes con más corrupción institucional -en muchos casos se benefició
de ella-, que nunca fue capaz de combatirla, ahora se ha convertido en un arma
de intervención directa en los asuntos políticos internos, al servicio de los
intereses de las oligarquías y fuerzas conservadoras foráneas y locales. La
guerra jurídica implica un gran retroceso en los procesos de fortalecimiento
institucional de los países de América Latina. El Poder Judicial debería
mantenerse al margen de la confrontación política para evitar repetir fracasos
institucionales de otras épocas que le causaron graves crisis de legitimidad y
el desafecto popular. Esta injerencia en los asuntos políticos supone la
anulación de la independencia judicial por su consciente politización, y
provoca irremediablemente la desaparición de la división de poderes que
sustenta el Estado de Derecho. El 'lawfare' se ha convertido en uno de los
mayores peligros para la democracia en todo el mundo y en especial en América
Latina.
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