La coyuntura electoral permite comprobar que existen
condiciones muy favorables para iniciar la construcción de una alternativa
democrática y popular que permita a la Izquierda abrirse camino -con sus
propias banderas- en la lucha contra el neoliberalismo.
Por supuesto nos referimos a una Izquierda del siglo XXI,
capaz de botar el lastre de los errores del pasado para recuperar -junto con
sus principios éticos y políticos- las banderas limpias del socialismo, tales
como la democracia, la participación popular, las libertades públicas y el
respeto a los derechos humanos, que le fueron arrebatados desvergonzadamente
incluso, por sectores de derecha.
Las elecciones del 19 de noviembre, en efecto, confirman el
proceso de descomposición del duopolio político que gobierna el país desde
1990. Si se comparan sus resultados con los de la anterior elección
presidencial, del 17 de noviembre de 2013, se observa que Michelle Bachelet
obtuvo aquel año casi 3 millones y medio de votos en primera vuelta (46,7%). En
cambio, su heredero político, Alejandro Guillier, consiguió sólo un millón y
medio (22,7%). Asimismo, la coalición de gobierno perdió su mayoría en la
Cámara de Diputados. En cualquier otro país -menos en Chile, donde ningún actor
político reconoce sus fracasos- estos resultados se considerarían una
importante derrota.
A su vez a la derecha no le fue todo lo bien que pretende
hacer creer. Sebastián Piñera, aun cuando encabeza la opción para el 17 de
diciembre, tuvo dos millones 400 mil votos (36,64%), cifra muy lejana a los 3
millones de votos (44.06%) que obtuvo en primera vuelta el año 2009. Es verdad
-pero es una verdad relativa- que el sector fascista de José Antonio Kast (500
mil votos y 7,93%) también forma parte de la derecha. Es una verdad a medias
porque la ultraderecha pinochetista es muy crítica de las inclinaciones
liberales de Piñera y de su propósito de construir una derecha moderna.
La abstención -que esta vez registró un 54%- se ha
convertido en el barreno que debilita el sistema político. En los hechos es el
instrumento de que se vale parte de la población para manifestar de manera
pacífica su protesta por la corrupción y la demagogia. Es expresión también de la
atonía e indiferencia en que el sistema mantiene a buena parte de los
ciudadanos para manipularlos a su amaño. No obstante hay que anotar que el
fenómeno de la abstención disminuyó esta vez. Hay que recordar que Bachelet fue
elegida con 58,21% de abstención en 2013 y que en las elecciones municipales de
octubre del año pasado la abstención llegó a 65%.
El mayor interés en votar el 19 de noviembre es otro dato
que permite pensar que estamos ante un proceso de reactivación popular,
ingrediente fundamental para la rearticulación de la Izquierda. El factor de
este cambio hay que atribuirlo a la irrupción de una tercera fuerza -el Frente
Amplio (FA)- que entró a la disputa electoral con sorprendentes resultados. Su
candidata presidencial, Beatriz Sánchez, recibió un millón trescientos mil
votos, o sea 20,27%. Y por añadidura el FA eligió 21 diputados y un senador,
que lo convierte en una fuerza importante en el Congreso Nacional.
El FA no es un partido sino la agrupación de una docena de
partidos y agrupaciones político-sociales y tiene su origen en las
movilizaciones estudiantiles de 2011. Aunque su anclaje social está muy
focalizado en sectores intelectuales y de la clase media, su gran votación
interpreta -al menos por ahora- a un contingente social que desborda sus
propias hechuras orgánicas. Ha venido a llenar el vacío en el espectro
electoral que dejó la decepción del pueblo con los partidos del duopolio que
gobierna desde 1990 en alianza con el gran empresariado nacional y extranjero.
El FA plantea un programa democratizador y de justicia
social y asume un compromiso de lucha contra la corrupción que se ha adueñado
de las instituciones. Su programa también incluye la convocatoria a una
Asamblea Constituyente que redacte y plebiscite una nueva Constitución
Política. Este aspecto es fundamental y determina la naturaleza de un proyecto
que se proponga cambios económicos y sociales profundos.
La Asamblea Constituyente debe estar a la cabeza de un
programa orientado a reformar en profundidad la sociedad chilena. El modelo de
economía de mercado es un sistema complejo que abarca ámbitos políticos,
institucionales, sociales y culturales. Su basamento es la Constitución que
rige -con mano de hierro-todos esos ámbitos. La eliminación del sistema de AFP,
por ejemplo, o el derecho universal a salud y educación de calidad, son metas
imposibles de alcanzar en el marco de la actual Constitución. La rigidez del
sistema político-institucional heredado de la dictadura haría estrellarse la
cabeza contra un muro a quien pretenda eliminar sus aspectos más conservadores
y represivos, sin cambiar antes el cimiento del sistema que es la Constitución.
El FA tiene en este momento la responsabilidad de prestar un
gran servicio a las fuerzas del cambio si es capaz de convertirse en el
engranaje que ponga en marcha el proceso de recomposición de la Izquierda.
La experiencia que dejan numerosos esfuerzos realizados
durante estos años por reconstruir una alternativa de Izquierda, independiente
del maridaje de política y negocios, deberían ser tomados en cuenta por quienes
se propongan ahora ese objetivo. La experiencia indica que el más rotundo
fracaso espera a quienes traten de unir grupos que disfrutan su autonomía y
cultivan luchas fratricidas. Tampoco ayudan los esfuerzos por refaccionar
cascarones envejecidos que padecen sus propias oligarquías. Lo que moviliza y
une al pueblo, como lo demuestran el propio FA o el Movimiento de Trabajadores
NO+AFP, es la convocatoria político-social audaz e independiente que permita
ocupar los espacios abandonados por las organizaciones tradicionales. No hay que dejar pasar las condiciones favorables que se
presentan para iniciar la rearticulación de la Izquierda y levantar su
alternativa. En esto, sin duda, cabe gran responsabilidad al Frente Amplio.
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