Franco Sampietro -http://www.la-epoca.com.bo/2016/03/30/evita/
Eva
Duarte
La imagen
más conocida de Eva Duarte deriva, absurdamente, de una película foránea: Evita.
Esta famosa película de 1996, rodada en parte en Argentina, protagonizada nada
menos que por Madona (que saltó al éxito como la “chica material”) y dirigida
por el mítico Alan Parker (Expreso de medianoche, The Wall, Mississipi en
llamas), está basada en un libro de una tal Mary Main: La mujer del
látigo (The lady with the whip), publicado en Estados Unidos en 1952 y
después en el Cono Sur en diciembre de 1955, es decir, al poco tiempo del
triunfo del golpe de Estado que derrocó a Perón, denominado “Revolución
Libertadora”. A las tres semanas de aparecido por estos lares ya había vendido
26.000 ejemplares. El libro es un intento de biografía nada apócrifa de Eva
Perón, desde el viaje inicial de Junín a Buenos Aires hasta su muerte. Su tesis
sostiene que Evita fue una mujer de “vida azarosa”. Y en
verdad no dice mucho más.
Pero
mucho más perversos, malignos e insultantes que Mary Main fueron los
argentinos. Así por ejemplo, Ezequiel Martínez Estrada (uno de los máximos
intelectuales de su generación) en ¿Qué es esto?, afirma que
Eva era como Sempronia en la vida de Cicerón, según La conspiración de
Catilina de Cayo Salustio. Sempronia, dice Martínez Estrada, no era
buscada por los hombres, sino que ella los buscaba: es decir, era la
quintaesencia de la prostituta. El dirigente socialista Américo Ghioldi la
trata de “ofídica” y “hetaira” en El mito de Eva Duarte. Es el
mismo leitmotiv de la película con Madona: afirmar que era
prostituta. Esos libros (y muchos otros), así como el film de Parker, ¿por qué
insisten en sostener que Evita era una puta?
La mujer
y su época
La
explicación a la interrogante está en que Eva era una mujer pública, en una
época en que a las mujeres les estaba vedado por completo ese espacio. El
hombre público es el hombre de prestigio: es el político, el diplomático, el
científico, el escritor. “Hombre público”, en suma, tiene una connotación
honorable. La “mujer pública”, en cambio, se refiere todavía hoy en el lenguaje
cotidiano a lo que denominamos despectivamente una mujer de la calle. La “mujer
de bien”, en nuestro imaginario, es la mujer burguesa: la que está casada, la
que cría a los hijos, la que va a las reuniones del colegio; es una mujer del
hogar (aunque trabaje afuera: con lo cual tiene dos trabajos) y no una mujer
pública. Es increíble cómo la hipocresía de la sociedad con respecto a la
prostitución se mantiene inalterable con el paso del tiempo. Así, mientras la
mujer espera el regreso del marido a la noche, él tiene el permiso social para
ir de putas, ya que la sociedad estableció que el varón –pero no la hembra– es
un animal cebado que cada tanto necesita desahogarse de la rutina familiar. La
mujer, por el contrario, se supone que no padece de ese sobresalto.
Felizmente,
el “sexo débil” (otro eufemismo chauvinista) ya entendió que también tiene el
derecho de ponerle cuernos al macho (los que no lo entendieron, obviamente, son
los machos).
Pero aún
en el siglo XXI podríamos establecer una regla matemática para verificar ese
prejuicio: mientras más pacata y conservadora una sociedad, más índice de
prostitución en la misma. Es la eterna comprobación de que la iglesia y el
puti-club van de la mano, como un rostro de Jano. El siguiente fragmento del
poeta Oliverio Girondo ilustra la imagen que se llevó de España en la época del
general Franco: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce
curas/y doscientos noventa y tres soldados/para una mujer” (Membretes).
Origen
social
La
segunda explicación –que refuerza la anterior– es que se trata de una mujer que
accede al poder desde un lugar humilde, y por lo tanto es cuestionada por todo.
Por ejemplo, le reprochaban como un defecto serio que usara trajes Dior.
¿Y por qué?, porque a una mujer de clase baja le está prohibido llegar a una
posición de poder y vestirse como esa posición le permite. Si una miembro de la
alta burguesía usa lujos, está bien porque los heredó: no tuvo que ganárselos.
Una ex “muerta de hambre”, en cambio, realiza un acto de usurpación con ello.
Así, nadie se fija si Juliana Awada, la mujer de Macri, lleva una cartera de
marca: se da por supuesto que debe tenerla; en cambio, cada vez que Cristina
Fernández aparecía con algo caro llovían las sospechas de robo, corrupción,
despilfarro. En tal postura se entremezclan, claramente, el cholulismo, el
resentimiento, la frustración y la fascinación por los ricos.
Y es que
en el imaginario colectivo a los ricos nada les queda mal, todo les está
permitido. A las trepadoras, por el contrario, les desentona el lujo como un
aura de ambición insultante. Infinitamente más, si encima, esa mujer pública
que vino desde abajo se parapeta en una postura que se considera un desafío:
“yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”, afirma la misma Eva en
su librito Mi mensaje. Un odio –como se ve– que explica
bastantes cosas, que conviene comprender y tener en cuenta.
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