domingo, 3 de abril de 2016

Evita

 Franco Sampietro -http://www.la-epoca.com.bo/2016/03/30/evita/
Eva Duarte

La imagen más conocida de Eva Duarte deriva, absurdamente, de una película foránea: Evita. Esta famosa película de 1996, rodada en parte en Argentina, protagonizada nada menos que por Madona (que saltó al éxito como la “chica material”) y dirigida por el mítico Alan Parker (Expreso de medianoche, The Wall, Mississipi en llamas), está basada en un libro de una tal Mary Main: La mujer del látigo (The lady with the whip), publicado en Estados Unidos en 1952 y después en el Cono Sur en diciembre de 1955, es decir, al poco tiempo del triunfo del golpe de Estado que derrocó a Perón, denominado “Revolución Libertadora”. A las tres semanas de aparecido por estos lares ya había vendido 26.000 ejemplares. El libro es un intento de biografía nada apócrifa de Eva Perón, desde el viaje inicial de Junín a Buenos Aires hasta su muerte. Su tesis sostiene que Evita fue una mujer de “vida azarosa”. Y en verdad no dice mucho más.

Pero mucho más perversos, malignos e insultantes que Mary Main fueron los argentinos. Así por ejemplo, Ezequiel Martínez Estrada (uno de los máximos intelectuales de su generación) en ¿Qué es esto?, afirma que Eva era como Sempronia en la vida de Cicerón, según La conspiración de Catilina de Cayo Salustio. Sempronia, dice Martínez Estrada, no era buscada por los hombres, sino que ella los buscaba: es decir, era la quintaesencia de la prostituta. El dirigente socialista Américo Ghioldi la trata de “ofídica” y “hetaira” en El mito de Eva Duarte. Es el mismo leitmotiv de la película con Madona: afirmar que era prostituta. Esos libros (y muchos otros), así como el film de Parker, ¿por qué insisten en sostener que Evita era una puta?

La mujer y su época

La explicación a la interrogante está en que Eva era una mujer pública, en una época en que a las mujeres les estaba vedado por completo ese espacio. El hombre público es el hombre de prestigio: es el político, el diplomático, el científico, el escritor. “Hombre público”, en suma, tiene una connotación honorable. La “mujer pública”, en cambio, se refiere todavía hoy en el lenguaje cotidiano a lo que denominamos despectivamente una mujer de la calle. La “mujer de bien”, en nuestro imaginario, es la mujer burguesa: la que está casada, la que cría a los hijos, la que va a las reuniones del colegio; es una mujer del hogar (aunque trabaje afuera: con lo cual tiene dos trabajos) y no una mujer pública. Es increíble cómo la hipocresía de la sociedad con respecto a la prostitución se mantiene inalterable con el paso del tiempo. Así, mientras la mujer espera el regreso del marido a la noche, él tiene el permiso social para ir de putas, ya que la sociedad estableció que el varón –pero no la hembra– es un animal cebado que cada tanto necesita desahogarse de la rutina familiar. La mujer, por el contrario, se supone que no padece de ese sobresalto.

Felizmente, el “sexo débil” (otro eufemismo chauvinista) ya entendió que también tiene el derecho de ponerle cuernos al macho (los que no lo entendieron, obviamente, son los machos).

Pero aún en el siglo XXI podríamos establecer una regla matemática para verificar ese prejuicio: mientras más pacata y conservadora una sociedad, más índice de prostitución en la misma. Es la eterna comprobación de que la iglesia y el puti-club van de la mano, como un rostro de Jano. El siguiente fragmento del poeta Oliverio Girondo ilustra la imagen que se llevó de España en la época del general Franco: “Cada doscientos cuarenta y siete hombres, trescientos doce curas/y doscientos noventa y tres soldados/para una mujer” (Membretes).

Origen social

La segunda explicación –que refuerza la anterior– es que se trata de una mujer que accede al poder desde un lugar humilde, y por lo tanto es cuestionada por todo. Por ejemplo, le reprochaban como un defecto serio que usara trajes Dior. ¿Y por qué?, porque a una mujer de clase baja le está prohibido llegar a una posición de poder y vestirse como esa posición le permite. Si una miembro de la alta burguesía usa lujos, está bien porque los heredó: no tuvo que ganárselos. Una ex “muerta de hambre”, en cambio, realiza un acto de usurpación con ello. Así, nadie se fija si Juliana Awada, la mujer de Macri, lleva una cartera de marca: se da por supuesto que debe tenerla; en cambio, cada vez que Cristina Fernández aparecía con algo caro llovían las sospechas de robo, corrupción, despilfarro. En tal postura se entremezclan, claramente, el cholulismo, el resentimiento, la frustración y la fascinación por los ricos.

Y es que en el imaginario colectivo a los ricos nada les queda mal, todo les está permitido. A las trepadoras, por el contrario, les desentona el lujo como un aura de ambición insultante. Infinitamente más, si encima, esa mujer pública que vino desde abajo se parapeta en una postura que se considera un desafío: “yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle”, afirma la misma Eva en su librito Mi mensaje. Un odio –como se ve– que explica bastantes cosas, que conviene comprender y tener en cuenta.

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