Por Mariano Dubin* (para La Tecl@ Eñe)- https://lateclaenerevista.com/el-discreto-encanto-de-la-pequena-burguesia-progresista-mariano-dubin/
Las clases medias que hacen de su progresismo un bien
cultural legitimado que luego traducen en mejorar sus posiciones objetivas
(beca, cargo, cátedra, posición jerárquica, etc.) y reproducen, por tanto, su
clase son las mismas que dicen: “los otros se aprovechan de los pobres”.
El progresismo, sabemos, es el monopolio de la sensibilidad
social.
Todo camino a las subsecretarías del Estado, las becas, las
mejores condiciones laborales, los privilegios sociales está asfaltado con
buenas intenciones. Eso sí el trabajo material de ese camino lo hacen siempre
los mismos negros de mierda. Porque la pregunta es clave para un programa
popular: ¿cuántos negros y negras ocupan voces relevantes de los espacios
públicos y políticos? De ese privilegio, bueno, mejor no hablar de ciertas
cosas.
¿Pero por qué esta recurrencia tópica de “perder los
privilegios”? Los verdaderos privilegios, en realidad, no pueden perderse
(“deconstruirse”, como dice la retórica de moda) porque básicamente son
estructurales, es decir, no se pueden desarmar en una cifra de 280 caracteres.
Lo estructural no es subjetivamente reversible; si lo es, no es estructural.
Nadie podría deconstruir, por caso, la propiedad privada. No
porque la propiedad privada no fuera un sentido históricamente construido (de
hecho hace poco más de 100 años había poblaciones en el actual territorio
argentino que la desconocía: como el pueblo Selknam que fue exterminado por los
Braun Menéndez). Los Selknam que cazaban guanacos no encontraron en esas mansas
ovejas traídas por la extensión de la frontera ganadera propiedad privada: ¿hoy
qué sentido más originario se produce en cualquier intercambio cotidiano –hasta
pidiendo prestado un encendedor para prender un pucho- que el de la propiedad
privada?
Porque la propiedad privada no puede ser arrojada en la
esquina a la primera alcantarilla de nuestras frustraciones personales sino que
estamos enajenados a ella por las relaciones materiales de producción
contemporáneas.
La supremacía moral
de las clases medias progresistas
Existe un proceso de secularización de larga duración donde
una clase que ya no puede legitimarse por orden divino troca su justificación
de ser en una “razón cultural superior”. Los modos de legitimación actuales
imposibilitan decir: el sistema nos permitió estar donde estamos y ustedes se
pudrirán donde nacieron.
Este proceso de secularización no elimina, por cierto, dos
elementos centrales de la tradición occidental (al menos, en sus inflexiones
oficiales): la idea de liberación postrera y la idea de que la acción social
esconde una verdad que los sentidos ocultan.
Quienes asumen la potestad de indicar cuál es esa liberación
y cuál es esa estructura oculta del mundo son los mismos y hacen de ese
supuesto saber una soberbia epistemológica que corresponde relativamente a su
posición objetiva en la sociedad. En el siglo XIX el gran tópico fue la raza,
en el siglo XX la clase y en este siglo XXI, aparentemente, el género. Sobre
este tópico, claro, hay apropiaciones diversas y derivas muy particulares. Sólo
nos referimos a sus modos legítimos, aquellos necesarios para la reproducción
social, que exigen hablar de un otro popular indefinido, monstruoso, oscuro.
En este marco, el discurso fantasmal sobre la pobreza y los
réditos civilizatorios de la cultura para constituirse como clase son perfectos
para establecer una clase social media (que en términos identitarios no ha
parado de crecer en la historia argentina: cada vez hay más personas que se
perciben “clase media”): la pérdida de una identidad proletaria, obrera, trabajadora,
popular (o cualquier otra identidad marcada por el trabajo y que unificara
mayorías) no es algo local sino global y parte del triunfo postrero del
capitalismo.
Por si fuera necesario aclarar: no nos referimos a las izquierdas, los feminismos, los peronismos, los
marxismos. El progresismo es una matriz ideológica que puede operar dentro de
esos campos y otros porque lo que determina no es una retórica o una
adscripción partidaria sino una perspectiva pequeño burguesa de supremacía
moral. Hay izquierdas, feminismos, peronismos, marxismos que no aplican a esta
definición.
Nunca los discursos se construyen por su contenido o
solamente por él. Por ejemplo, decir todos, todas o todes no significa –a
priori- ningún cambio que no sea retórico. Esto se sabe: no es el dictum, lo
dicho, lo que determina a una ideología sino, principalmente, su enunciación,
sus relaciones de posibilidad, su estructura de poder, su acumulación social. Y
si uno deja de lado el balbuceo de los discursos modernizadores (donde unos
siempre se presentan más allá del determinante social y se asumen a sí mismo
libres, autónomos, deconstruidos y a los otros siempre se los presenta como la
resaca social, el caso total de la no agencia, la decadencia) hay una
continuidad de siglos.
Fuera de las neurosis de las clases medias progresistas, hay
un sistema que en su irracionalidad extrema, en su destrucción inmediata, en su
colonización de Marte y la Luna al compás de millones que beben agua de zanjas
podridas como perros, hace que estalle la crisis (que además de ser material se
vive en términos de zozobra, tristeza, odio, rabia, locura). Todo es posible.
La destrucción del mundo, por ejemplo. En este contexto, hay tres elementos a
señalar: 1) la agudización de la lucha interimperialista (principalmente,
Estados Unidos y China pero en un mapa de aliados y enemigos más complejo); 2)
el alza creciente de la lucha de clases en términos mundiales (sin síntesis
programáticas); 3) la pérdida del “consenso democrático” entre las clases
populares (que hoy está siendo vehiculizado, principalmente, por las derechas
occidentales).
Momento urgente para articular una política nacional,
popular, revolucionaria. No para dejarse zozobrar en esa radicalidad ideológica
con nula extensión social a las que nos quieren condenar las clases medias
progresistas.
El imperialismo: un
tigre de neurosis
¿Estamos discutiendo política? ¿O estamos discutiendo
performáticas del yo, laboratorios posibles de un lenguaje cada vez más barroco
y dispositivos de autoafirmación de clase?
Frente a derrotas ideológicas y políticas de larga duración
y procesos de fragmentación social crecientes, la pequeña burguesía progresista
se ha tornado endogámica en sus obsesiones y frustraciones (y, a veces,
intolerante en su incapacidad de entender la complejidad de las relaciones
humanas y sociales). A su vez, los niveles relativamente bajos, en los últimos
años, de la lucha de clases y ciertos niveles de vida que le producían un
excedente de tiempo dedicado al ocio (al menos hasta el año 2016) le han
facilitado vivir, provisoriamente, en sus precarios paraísos artificiales; en
un desmadre social generalizado, esos paraísos se hubieran destruido en mil
pedazos de manera inmediata porque sus propias condiciones de existencia
desaparecerían. No es el caso. Tal vez, pronto.
Hay una disociación general en estas clases medias
progresistas entre su discurso de radicalidad ideológica total y su nula
extensión social. Hay un contexto de producción discursiva evidente e
inmediato: la fragmentación social. Es lógico, en este marco, que las clases o
las subclases -cada vez más pronunciadas en sus sociabilidades intramuros- se
comporten ajenas a un patrón cultural general, y más dependientes de sus
propios patrones, sistemas de legitimidad, prácticas, lecturas, valores y
creencias, etc. Al mismo tiempo como cada subclase tiene a su interior cantidad
importante de actores y, asimismo, circuitos y jergas y guiños de
autolegitimación constante, pueden vivir en la ilusión de ser una mayoría.
Las clases medias progresistas no poseen como objetivo de
representación a las clases populares. Son centro y fin de todas sus
proyecciones ideológicas. Se autoperciben como “territorios libres” en una
lucha imaginaria donde el imperialismo ha desaparecido como enemigo y se ha convertido
en figuras cada vez más fantasmales, imprecisas, neuróticas. El imperialismo
hacia el interior de este sector opera básicamente como enajenación completa.
El enemigo ya no es el imperialismo sino las leyes culturales opresivas que nos
conformaron como sujeto: la autoincriminación.
El capital, hoy, produce atomización radical. Toda ideología
que apele al fraccionamiento, en términos objetivos, no hace ningún movimiento
disruptivo. Sólo reproduce la lógica del capital. De hecho, mientras el capital
se sigue reproduciendo y concentrando y saqueando al mundo, y la guerra
interimperialista agudiza todas las contradicciones, y en la Argentina el
hambre crece día a día, las clases medias progresistas hacen de su indignación
moral un capital cultural que no deja de ser altamente rentable y enmarcado en
los modos de producción material contemporáneos.
El imperialismo es un tigre de neurosis que hace ver
enemigos en todos lados y en ningún lado. En este fantasmal escenario,
las clases medias progresistas poseen el monopolio de la sensibilidad social. Y
su discurso político se ahoga en la supremacía moral. Son el enemigo ideal
(grotesco e inofensivo) de las nuevas derechas.
Berisso, 18 de diciembre de 2018
* Docente, escritor y poeta. Universidad Nacional de La
Plata.
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