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Hace 139 años Julio Roca y las tropas del Ejército iniciaban
la autodenominada “conquista del desierto”, consumación de un genocidio aún no
reconocido por el Estado argentino
Los miles de Soldados del Ejército Expedicionario al Río
Negro que esa mañana del 26 de abril de 1879 estaban acantonados en el
Campamento General en Carhué dispuestos a iniciar tres días después la marcha
hacia los territorios de las comunidades indígenas libres con el objetivo de
tomarlos, escucharon la Orden del Día del general Roca.
“Cuando la ola humana invada estos desolados campos que ayer
eran el escenario de correrías destructoras y sanguinarias para convertirlos en
emporios de riqueza y en pueblos florecientes (...) extinguiendo estos nidos de
piratas terrestres y tomando posesión real de la vasta región que los abriga
(....) trazando con vuestras bayonetas...”.
La arenga procuraba estimular a los soldados contra los
“salvajes·:
“En esta campaña no se arma vuestro brazo para herir
compatriotas y hermanos extraviados por las pasiones políticas o para
esclavizar y arruinar pueblos o conquistar territorios de las naciones vecinas.
Se arma para algo más grande y noble; para combatir por la seguridad y
engrandecimiento de la Patria, por la vida y fortuna de millares de argentinos
y aún por la redención de esos mismos salvajes que, por tantos años librados a
sus propios instintos, han pesado como un flagelo en la riqueza y bienestar de
la República”.
En el mensaje Roca insiste con las ideas de salvajismo y
barbarie, y la necesidad de eliminar esa forma de vida:
“Dentro de tres meses quedará todo concluido. Pero la
República no termina en el río Negro: más allá acampan numerosos enjambres de
salvajes que son una amenaza para el porvenir y que es necesario someter a las
leyes y usos de la nación refundiéndolos en las poblaciones cristianas que se
han de levantar...”.
“Consideraré siempre como el timbre más glorioso de mi vida
haber sido vuestro general en jefe en esta gran cruzada inspirada por el más
puro patriotismo, contra la barbarie”.
No importaron las decenas de tratados firmados, ni la
voluntad expresa de los caciques de convivir con la nueva sociedad en
formación, ni siquiera las voces disidentes que se levantaron desde la misma
Buenos Aires ante la expedición aniquiladora que se preparaba. Considerados
como “salvajes”, “bárbaros”, “piratas terrestres” y demás insultos con que se
acostumbraba a discriminar y segregar desde los centros de poder por aquellos
años a los hermanos indígenas, el clima exterminador que se fue creando contó con
referentes ideológicos como Estanislao Zeballos que hicieron época con sus
afirmaciones:
“Felizmente, el día de hacer pesar sobre ellos la mano de
hierro del poder de la Nación se acerca [...] los salvajes dominados en la
pampa deben ser tratados con implacable rigor, porque esos bandidos
incorregibles mueren en su ley y solamente se doblan al hierro”
Todo contribuyó para que la maquinaria “redentora” por la
sangre y su consecuencia inmediata, el despojo de los territorios, se pusiera
en marcha de manera irremediable.
“Sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez
y para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las
pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de la sangre y el sudor
de muchas generaciones” (General Roca, 1880)
Por qué fue un genocidio
Las políticas estatales llevadas a cabo por el Estado
Nacional desde 1820 en adelante y con el clímax de las autodenominadas
“conquistas del desierto” (1879-1885) y “del Chaco” (1870-1899) constituyen
claramente un genocidio, dado que existió la voluntad política y militar de
exterminar a los pueblos indígenas más allá de que esos objetivos no pudieron
ser totalmente cumplidos.
Sin embargo la cantidad de matanzas llevadas a cabo y las
cuantiosas pérdidas de vidas humanas provocaron el aniquilamiento y dispersión
de decenas de comunidades, provocando una destrucción cultural sin precedentes
en la historia argentina, solo comparable con el exterminio de culturas durante
la conquista española.
El Estado argentino no ha reconocido aún esta figura legal
perpetrada contra los pueblos indígenas durante el siglo XIX, así como lo ha
hecho sin embargo con sucesos mucho más recientes como los crímenes de lesa
humanidad cometidos durante la última dictadura militar 1976-1983 en los marcos
del Terrorismo de Estado.
Desconocemos los motivos por los cuales esta deuda para con
los pueblos indígenas aún no ha sido saldada -imaginamos algunos- pero en todo
caso ella engrosa la nómina de crónicas postergaciones como la restitución de
tierras y territorios, entre muchas otras.
Desde algunos sectores se niega el genocidio de los pueblos
indígenas y se niega que el general Roca lo haya llevado a cabo. Entendiendo
por genocidio a “cualquiera de los actos implementados con la intención de
destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o
religioso”, debemos decir que infinidad de alocuciones, escritos, declaraciones
y finalmente los propios hechos consumados, confirman esa voluntad que el
Estado argentino tuvo hacia los pueblos indígenas de Pampa. Patagonia y Chaco,
con un claro punto de partida en 1820 con el gobernador Martín Rodríguez.
A partir de ahí y más allá de interregnos de negociaciones y
status quo, el Estado argentino llevó a cabo campañas militares en una escalada
que se extendió durante casi sesenta años y que fue diezmando a las comunidades
hasta que el general Roca, violando los tratados suscriptos con los principales
caciques y desconociendo la voluntad de estos por la coexistencia con la nueva
sociedad, decide –con la anuencia del Congreso- la toma por la fuerza de los
territorios indígenas.
Esa campaña (1879-1885) que ni los presidentes Mitre y
Sarmiento se habían decidido a realizar, señala a Roca como el que encarnó y
consumó un genocidio que aún hoy está vivo en la memoria de los descendientes.
Todas las justificaciones políticas, económicas, militares,
religiosas y demás que esgrimen los partidarios de la autodenominada “conquista
del desierto” y los eufemismos utilizados como “conflictos de culturas” son
encubrimientos que intentan ocultar lo inocultable: el despojo de los
territorios a los pueblos originarios y la destrucción de sus formas de vida.
Ni siquiera alcanza el argumento respecto a la no
pertinencia de aplicar en forma retroactiva el concepto de “genocidio”,
teniendo en cuenta que la misma Organización de las Naciones Unidas ya ha
expresado la propiedad de su aplicación en casos como el holocausto perpetrado
por los nazis entre 1938 y 1945 o el exterminio llevado adelante por los turcos
en Armenia entre 1915 y 1917.
Algún día el Estado argentino saldará también esta deuda, lo
que nos posibilitará seguir madurando y creciendo como individuos y como
sociedad, en una comunidad que viva basada en la justicia, el respeto por el
otro y orgullosa de su diversidad cultural. Por eso un día como hoy no
olvidamos.
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