Por Frei
Betto* - http://www.alainet.org/es/active/25982
El neoliberalismo no sólo intenta destruir las instancias
comunitarias creadas por la modernidad, como la familia, el sindicato, los
movimientos sociales y el Estado democrático. Su proyecto de atomización de la
sociedad reduce a la persona a la condición de individuo desconectado de la
coyuntura sociopolítica económica en la cual se inserta, y lo considera
como mero consumidor. También se extiende, por tanto, a la esfera cultural.
Uno de los avances de la modernidad fue, con la
llegada de la democracia, reconocer a la persona como sujeto político.
Éste pasó a tener, además de deberes, derechos. Dotado de conciencia crítica,
se libró de la condición de siervo ciego y dócil a las órdenes de su señor,
consciente de que autoridad no es sinónimo de verdad, ni poder sinónimo de
razón.
Ahora se busca quitarle a la persona su condición de sujeto.
El prototipo de ciudadano liberal es el que se abstiene de cualquier
pensamiento crítico y, sobre todo, de participar en instancias comunitarias. Y
a esa cultura de abstención voluntaria contribuye de modo especial la
televisión.
En sí misma la televisión es un poderoso instrumento de
formación e información. Pero puede ser convertido fácilmente en mecanismo de
deformación y desinformación, sobre todo si se engancha a la maquinaria
publicitaria que rige el mercado. Así, la misma televisión se vuelve un
producto para ser consumido y por tanto centrado en el aumento de los índices
de audiencia.
Para ello se recurre a todo tipo de estrategias, con tal de
los telespectadores se sientan atraídos por las imágenes. El problema es que la
ventana electrónica está abierta hacia dentro del núcleo familiar. Es ahí donde
ella descarga la profusión de imágenes y alcanza indistintamente a niños y
adultos, sin el menor escrúpulo en lo referente al universo de valores de la
familia.
Si la televisión transmitiese cultura -todo cuanto mejora
nuestra conciencia y nuestro espíritu- sería el más poderoso vehículo de
educación. Es verdad que no deja de hacerlo, pero la regla general no son los
programas de densidad cultural sino el mero entretenimiento: distrae, divierte
y, sobre todo, abre la caja de Pandora de nuestros deseos
inconfesables. La imagen que “dice” lo que no nos atrevemos a pronunciar.
Al superar el diálogo entre padres e hijos e imponerse como
interlocutora hegemónica dentro del núcleo familiar, la televisión altera
las referencias simbólicas fundamentales del siquismo infantil. Es
mediante el habla como una generación transmite a otra creencias, valores,
nombres propios, megarrelatos, genealogías, ritos, relaciones sociales, etc.
Transmite incluso la misma aptitud humana del uso de la palabra, a través del
cual se teje nuestra subjetividad y nuestra identidad. Es esa interacción,
propiciada por el diálogo oral, cara a cara, como nos educa las relaciones de alteridad,
nos hace reconocer el yo delante del Otro, así como las múltiples conexiones que
unen a uno con otro, tales como emociones, imágenes provocadas por gestos,
expresiones faciales cargadas de sentimientos, etc.
El habla o el diálogo demarcan las referencias fundamentales
a nuestro equilibrio síquico, como la identificación del tiempo (ahora) y del
espacio (aquí), y de los límites de mi ser en relación a los demás. Si el
habla se reduce a una catarata de imágenes que tratan de exacerbar los
sentidos, las referencias simbólicas del niño corren peligro. El niño siente la
dificultad de construir su universo simbólico, no adquiriendo sentidos de
temporalidad e historicidad. Todo se reduce al “aquí y ahora”, a la
simultaneidad. La misma tecnología que reduce distancias en tiempo real
-Internet, teléfono celular, etc.- favorece una sensación de ubicuidad: “yo no
estoy en ningún lugar porque estoy en todos”.
Muchos profesores se quejan de que los alumnos ya no están
tan atentos en las clases. Claro, el sueño de ellos sería poder cambiar al
profesor de canal… Muchos niños y jóvenes muestran dificultad para expresarse
porque no saben oír. Poseen un raciocinio confuso, en el que la lógica resbala
frecuentemente en el aluvión de sentimientos contradictorios. Creen, sobre
todo, que son inventores de la rueda y por tanto poco les interesa el patrimonio
cultural de las generaciones anteriores (el financiero sí, sin duda).
De ese modo la cultura pierde refinamiento y
profundidad, se confina a los simulacros de talk-show, donde cada uno opina
según su reacción inmediata, sin reconocer la competencia del Otro. En el caso
de la escuela, este Otro es el profesor, visto no sólo como despojado de
autoridad sino, sobre todo, como quien abusa de su poder y no admite que los
alumnos le traten de igual a igual… Ahora bien, ya que el profesor no
“escucha”, entonces sólo hay un medio de hacerle oír: la violencia. Pues fueron
educados por la televisión, en la cual no se da el ejercicio de la
argumentación paciente, de la construcción esclarecedora, del perfeccionamiento
del sentido crítico. Es la incesante toma y daca, y casi siempre a base de
coacción.
Por eso se cae en una educación calificada por Jean
Claude Michéa de “disolución de la lógica”. Se deja de distinguir entre lo
principal de lo secundario, de percibir el texto en su contexto, de incluir lo
particular en el telón de fondo de lo general, para acatar pasivamente las
presiones de consumo que intentan transformar los valores éticos en meros
valores pecuniarios, o sea todo es mercadotecnia, y es su precio el que le
imprime, a quien lo posee, determinado valor social, aunque no tenga carácter.
Se prescinde del acto de pensar, reflexionar, criticar y
especialmente de participar en el proyecto de transformar la realidad. Todo
pasa a ser una cuestión de conveniencia, gusto personal, simpatía. También son
considerados comerciables la biodiversidad, la defensa del medio ambiente, la
responsabilidad social de las empresas, el genoma, los órganos extraídos a los
niños, etc.
Es el apogeo del capitalismo total, capaz de
mercantilizar hasta nuestro mismo imaginario.
*Frei Betto es escritor, autor de “El desafío ético”,
junto con Veríssimo y otros, entre otros libros.
Traducción de J.L.Burguet
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