Rodolfo
Walsh llevó adelante la Agencia de Noticias Clandestina durante algo más de un
año, con cuatro máquinas de escribir, su archivo personal, un mimeógrafo y
numerosas fuentes.
En
los 70, los cuatro eran periodistas. Los cuatro, Montoneros. Los cuatro eran
precisos, sintéticos, prolijos y muy rigurosos con la información. Las voces
llegaban a sus oídos de las formas más inverosímiles, pero certeras, y
chequeadas. Las fuentes generaban decodificaciones, y el cruce informativo, los
cables que, desde la clandestinidad, saltaban el cerco de la dictadura más
sangrienta que supo ver Argentina.
Lucila
Pagliai, era una de los cuatro, junto a Lila Pastoriza, Carlos Aznarez, y -por
supuesto- Rodolfo Walsh. "En el periodismo -como en cualquier cosa- lo que
importa es la confiablidad de lo que decís. Además es fundamental la
verificación, el lenguaje correcto, y el respeto por la inteligencia del
destinatario. Al día de hoy, lo tratan como imbécil, en general. Es como lo que
pasa en las redes sociales, que alguien desde su casa puede largar cualquier
cosa. El caso de lo que pasó con Walsh, una vez que lo mataron, los únicos que
lo supieron son los que estuvieron ahí, y no los otros, que son personas a las
que le dijeron que no-sé-qué. Y sobre eso se empiezan a tejer historias, sobre
si llevaba sobres o no, si logró repartirlos antes, si sobrevivió o no. Lo
saben dos o tres personas, nada más. Sobre la agencia Ancla, quiénes
participaban ahí, quiénes estaban dentro, se han tejido cualquier tipo de
cosas".
-¿Cómo
fue el momento en el Walsh les cuenta sobre la idea de crear ANCLA?
-Walsh
diseñó Ancla, y nos la planteó a nosotros. Nos dijo: ¿qué les parece que
hagamos eso? Y por supuesto, no había opciones. Era una orden, ¿no? (risas).
Nosotros ya veníamos trabajando con él desde antes. Y es una pena que con este
aniversario, Lidia esté muerta. Porque ella era como un factor de control en
ese sentido. También lo es lo que decimos nosotros, estos tres sobrevivientes.
Todo eso está chequeado y avalado por Lidia. Nosotros íbamos todos los días a
una oficina, rutinariamente, y ahí trabajábamos. No me acuerdo a dónde quedaba
la oficina, pero era en pleno centro. Hasta que ese lugar cayó. Logramos sacar
las cosas. Ahí estaba el archivo de Noticias, que lo llevamos con Carlos
(Aznarez) a un guardamueble. Y después nos fuimos a un departamento que era
mío, que quedaba por Agüero, entre Santa Fe y Las Heras. Que esa fue la casa
que cayó cuando buscaban Ancla.
-¿Qué
pasó luego de la caída del departamento?
-Y
ahí yo quedé prendida, porque estaba mi nombre. Y yo le agradezco por siempre
al Negro Suárez, -al Negro lo agarraron, aguantó muchísimo- que nunca dijo que
yo, que era la dueña de casa, trabajaba con ellos. Es decir, que podía ser que
otro ponía un nombre, como solía ocurrir muchas veces. Durante mucho tiempo no
supieron nuestros nombres. Ni sabían a dónde estábamos, o qué era lo que
pasaba.
-¿Cómo
recordás aquellos momentos?
-A
fines del 76 la situación era insostenible. Al punto de que la conducción (de
Montoneros) salió del país. A partir de ese momento, con Rodolfo no nos vimos
más, sino que él se ve con Lila solamente. Ella, sin embargo, lo vio una
o dos veces nomás. Fue para diciembre. Porque cortamos todo el funcionamiento
de rutina que teníamos. Tres meses después lo mataron a Rodolfo. Era imposible
juntarse, más allá de las citas en que nos juntábamos, mediante un sistema de
encuentro por teléfonos. No había teléfonos entonces, era carísimo tener uno.
Una vez por día, llamábamos a una especie de centrales, y dejábamos mensajes,
en un país que no había teléfonos. Y eso nos ayudaba a constatar que los demás
seguían vivos. Porque el concepto de desaparecido es fácil pensarlo ahora, pero
por entonces no existía. Y esa es una de las cosas que se descubrió en Ancla,
me refiero al hecho de que había gente que no venía a las citas, entonces los
llamaban desaparecidos. Fue Videla el que dijo en un momento que no estaban ni
muertos ni vivos, estaban desaparecidos, y de ahí surgió la palabra.
-¿Cómo
era el sistema de llamados?
-El
jefe de cada grupo llamaba a ese lugar, a la noche, y preguntaba por mensajes
ficticios. Por ejemplo de psicólogos, que preguntaban por pacientes, y por el
uso del consultorio. Ese tipo de mensajes. Todo el mundo hacía eso. Y se le
pagaba a quien atendía, se le mandaba un cheque por mes a esa persona. Al
nuestro lo agarraron, le allanaron el lugar. Porque obviamente después salta
que ese era el teléfono a donde nosotros llamábamos. Y cada uno tenía un nombre
falso. Eran todos nombres de fantasía. El mío era Ana.
-¿Cómo
construías tu personaje, ese que servía para el caso de que te agarrasen?
-Yo
era egresada en Letras, como Eduardo Jozami. Logramos el título antes de la
debacle. O antes de una militancia más comprometida. La realidad fue cambiando.
Una cosa era una militancia universitaria, y otra fue cuando la gente tuvo que
tomar opciones. Los que tomamos la opción de no quedarnos en la periferia de lo
que estaba ocurriendo, empezamos a abandonar todo lo que teníamos en la vida
pública. Y ahí sí armamos un verso. Cuando fuimos a trabajar, inventamos una cobertura,
antes de lo de Ancla. Estábamos clandestinos, pero éramos legales. A Rodolfo le
decíamos Basualdo; en la organización era "Esteban". Y si hay algo
que tuvo este grupo toda la vida, es un sentido del humor tal que pasábamos del
llanto a la risa enseguida, y creo que eso -en parte- nos salvó. El humor nos
unió desde otro lado, desde el costado visceral. Todos teníamos un humor
irónico. Siempre.
-¿Cómo
era el día a día en la redacción?
-Teníamos
un ambiente de redacción en una situación general muy tensa. Hablábamos de
películas y otras cuestiones, y así nos distendíamos un rato. Pero después caía
la noticia de un compañero desaparecido, y la cosa se ponía seria. El local a
donde estábamos al principio, antes del Golpe, era usado por la conducción (de
Montoneros), para hacer reuniones. Entonces teníamos una cercanía hacia la
conducción, que otros no tenían; y además, por historias personales, no éramos
para nada reverenciales. Si teníamos que decir algo, lo decíamos. Nada de
chupar las medias. Y por eso tuvimos discusiones fuertes. Una vez, después del
Golpe, ya estábamos en la casa de calle Agüero, y vino la conducción. Estaban
en Córdoba y viajaron para Buenos Aires. Yo tenía puesto -al lado del baño- el
poema de la fundación mítica de Buenos Aires, escrito por Borges.
"¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
presenciada de auroras y lluvias y sudestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba Yrigoyen,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire".
Y
por ahí pasó Roque Yäger, uno de los tres de la conducción, junto a Firmenich y
Roberto Perdía o Carlos Hobert, alguno de ellos dos. Y me empezó a decir que
cómo iba a tener ese poema ahí, que Borges no-sé-qué, y todo un debate al
respecto. Y terminamos hablando y discutiendo sobre el papel que debería tener
la cultura en un estado revolucionario. Y Walsh estaba de acuerdo conmigo en
que la gente debería poder participar de la más alta cultura, si así le daba la
gana. Pero al mismo tiempo, a Rodolfo le caía "gordito" que yo dijera
que Borges era el escritor nacional más importante. De nuestro amor por la
literatura nació una de las relaciones más particulares que tuve con Rodolfo.
Él amaba leer.
-¿Qué
planes o lineamientos tenían si ANCLA llegara a caer?
-Y
en verdad, si llegábamos a caer, todos teníamos una historia ficticia. Porque
nosotros estábamos en un local, era una oficina, con máquinas de escribir, se
producían informes, estaban los famosos recortes de diario que Carlos traía
todos los días. Entraba con todos los diarios, recortaba y nos daba a cada uno
de nosotros. Lila se ocupaba de gremiales, Lilia de política, yo de fuerzas
armadas, educación y cultura. Hacíamos informes internos. Y después, todo eso
lo usábamos para la agencia. Además estaba el archivo de Noticias. Entonces, la
cobertura que nosotros inventamos, teniendo en cuenta la historia de cada uno
de nosotros, era que estábamos haciendo la "Enciclopedia Integral
Argentina". Y supuestamente la hacíamos para una editorial del exterior.
Entonces Rodolfo me indicó que yo armase el proyecto de esa enciclopedia, que
tenía que cubrir los rubros del archivo. Registramos el proyecto en derechos de
autor, como para hacerlo bien. Era una época en la que había mimeógrafo, nada
de computadoras ni impresoras. Uno escribía a máquina en esas hojas, con letras
grandes, y lo máximo que podías hacer era ir a que te lo amplíen. Pero no
había nada más. Y me acuerdo que habíamos escrito en un papel, con letras
grandes: "Enciclopedia Integral Argentina". Y lo habíamos puesto en
una mampara que teníamos, a la entrada del local. Y una vez llegó Paco Urondo,
miró eso y dice: "Excepcional. Al ver esto, el enemigo, desconcertado, se
rinde". Y nos matamos de la risa. Urondo también tenía un humor irónico
genial. Y esa era nuestra cobertura, que, hasta ese entonces, éramos legales.
-Y
el resto de los compañeros?
-El
Negro para ese entonces seguía trabajando en El Cronista Comercial y Rodolfo
estaba de acuerdo en que siguiese ahí, porque desde ese lugar él tenía toda una
serie de conexiones e informaciones en la secretaría de redacción. Incluso
cuando lo secuestran, él seguía trabajando ahí.
-¿Cuándo
se enteran de La Carta?
-La
carta está fechada el 24 de marzo, pero él la fue haciendo antes, y tuvo un
periplo dentro de la organización. No es que la redactó y la sacó porque le dio
la gana. Y ahí está el mito contra el que yo trato de luchar porque es
imposible. Se ha instalado en la sociedad, algo así como que a Rodolfo lo
secuestran por la carta. Primero y principal, se produciría un anacronismo que
se va a descubrir a la larga. Porque en realidad, Rodolfo, en el momento en que
va a la cita y lo matan, Lilia estaba distribuyendo la carta. La carta
-entonces- aún no había llegado a ningún lado. A las redacciones de los diarios
tardaba un día, por el correo. Y de ahí, suponte que alguien se la filtrara a
los servicios de inteligencia. O sea, por lo menos, otro día más de demora. Y él
la mandó ese día. Tenía que tener el sello del 24 de marzo. ¡¿Cómo la iba a
mandar antes?! No te olvides que era todo por correo. Con cartero. Con sello.
Entonces, lo que importaba era el sello del correo. La mandó el 25 temprano,
que es cuando a él lo matan. Porque está fechada el 24. Entonces, él la fecha
el 24 y la manda el 25. Así fue. Pero lo tuvo todo planeado. Entonces Lila,
unos días antes, se encontró con Rodolfo, y él le dice -muy contento- que está
escribiendo de nuevo. Y creo que le da un borrador de la carta para que la lea,
en el momento. Nadie podía llevarse a su casa cosas así. Esas son cosas que por
ahí la gente de hoy no entiende. Te pescaban teniendo eso en la cartera, y era
como tener una bomba.
-¿Cómo
vivía Rodolfo esos días? ¿Estaba escondido?
-Él
estaba escondido pero por otra cosa. Siempre fue enormemente cuidadoso de la
seguridad. Enormemente, remarco. Cosa que no era habitual. Y nos transmitió eso
a nosotros. Cuando -con Carlos (Aznarez)- nos vamos del país, Lila se queda
porque Eduardo Jozami estaba preso, y quería dejar algo armado aquí e irse.
Pensamos en que se podía continuar la agencia en el exterior pero era muy
difícil porque te quedabas sin los informantes, y nadie iba a recoger la
información si no estábamos nosotros. Y el Perro, que retoma la agencia cuando
cae Lila también, llega de Perú, y se queda toda la dictadura. Pero estaba en
un lugar muy guardado. Si no, no se podía haber quedado. Él quedó, al igual que
Rodolfo, fichado con una imagen como de periodista combativo.
-¿Rodolfo
pensaba que a partir del momento de la publicación de la carta cambiaría todo
radicalmente por la repercusión?
-No.
No iba a tener ninguna repercusión, ni acá ni afuera. No idealicemos. Afuera
fue publicada por algún que otro diario, gracias a que en esos medios estaban
Juan Gelman y alguna otra gente que estaba allá, y que tenía contactos, como
para poder fogonear al texto. Si no, no te creas que hubiese repercutido, ¿eh?
Acá, además, ¡¿quién la iba a publicar?! Tener en tu casa esa carta, era peor
que tener una bomba. Por ejemplo, ¿por qué se perdieron tantos cables de Ancla?
Porque los que están publicados son solamente los que pudimos recuperar. Hay
muchos más. Lo que pasa es que no están.
-¿Cómo
pensás la imagen de Walsh en estos tiempos?
-Al
día de hoy, se sigue hablando de Walsh. Todo el mundo habla de él. Es citado
hasta en TN. Y eso pasa por la carta. Es decir, por las circunstancias que
rodearon a la carta. Lo matan el mismo día que él la reparte. Y pasó a integrar
el imaginario colectivo de "bárbaros, las ideas no se matan".
Es decir, a él lo matan por sus ideas. No lo matan porque era un
revolucionario, militante, combatiente, que es lo que quedó en la sociedad.
Queda como Urondo. A él realmente lo matan en un operativo de militancia concreta,
donde él trata de defenderse.
-¿En
qué lugar ubicas a Walsh, como periodista, militante, de aquellos años?
-Nadie
lo puede discutir a Walsh, por supuesto, es un gran escritor. Lo que le
adjudican a Truman Capote, lo inventó Sarmiento. Me refiero al género
denominado No Ficción Periodística, de la escritura de ambos. Y acá lo retoma
Walsh, cien años después. Y Walsh escribe Operación Masacre, diez años antes
que Truman Capote escribiera A Sangre Fría. Y en el mundo, nadie se acuerda de
Walsh, y se lo atribuyen a Capote. Por el prestigio, el nivel cultural, los
países, etc. Walsh, en ese género, es extraordinario. Y no sólo en ese género,
sino también en el de los cuentos. Y con respecto a la carta en sí, yo la
publiqué en un librito de Colihue apenas volvió la democracia. Fue la primera
vez que se publicó. Era un libro sobre ensayos latinoamericanos. Y yo incluí esa
carta como una de las piezas más importantes de la literatura política
argentina. La aparición de la carta, para mí no fue una sorpresa. Para nada. Ni
me acuerdo la primera vez que la leí. Creo que él la hizo girar unos días
antes, a nosotros, a su gente más cercana. Porque esa carta no se difundió en
aquel entonces. Quiero decir, no se publicó.
-¿Cuál
es el grado de influencia que le adjudicás a Walsh en tu vida personal?
-Walsh
fue mi papá político. Yo venía de la militancia universitaria, era muy
inocente. Y él me enseñó todo, en el sentido de cómo se debía funcionar, qué
había que hacer, me puso mi nombre. Y yo era muy ingenua. Él siempre tuvo esa
cuestión de "lo secreto". Y de la seguridad, en épocas en que eso no
se usaba mucho, y no hacía verdaderamente falta. Además, él seguía funcionando
públicamente. Lo recuerdo como un gran jefe. Era el tipo que peleaba por su
gente y la protegía. Era muy severo cuando no hacíamos algo bien. Y muy duro en
las críticas, no era un tipo complaciente, para nada. Pero era el jefe que
conducía, y que los aciertos y errores que ocurrían eran colectivos. Él
conducía, y por eso él era el responsable. Nunca iba a decir que fulano o
fulana habían metido la pata. Era realmente una cosa colectiva. Teníamos una
muy buena relación, dentro de esta situación en la que él era mayor, era
distante en términos de, por ejemplo: entre el resto de nosotros nos contábamos
los dramas diarios, peleas con nuestros amores, si teníamos líos. Es decir, nos
contábamos todo. Nos conteníamos afectivamente también. Y si bien Walsh
no nos venía a contar si se había peleado con Lidia o cosas así, personales, sí
había un compromiso personal muy fuerte. Y la otra cosa que a él lo recortó del
resto, y que fue un privilegio para nosotros, fue que todas las semanas
hacíamos discusión política. Llegaba, planteaba la situación, nos contaba lo
que pensaba, y con total libertad podías decir lo que se te cantaba. Habilitaba
a la crítica, las desmontaba, no era ningún estúpido. Era muy buen argumentador
al mismo tiempo. En general desmontaba las críticas en buena forma, o las
asumía con vos.
Los
papeles de Walsh los recuperó Lila, de la Marina. Porque nadie los conocía. Los
conocíamos nosotros, porque él nos los pasó a nosotros cuando los escribió. Ese
que empieza diciendo: "está visto que la guerra está perdida". Eso
nos lo presentó a nosotros. Y a sus otros ámbitos, que eran el de policiales y
fuerzas armadas. Cuando lo mataron a Sergio Puiggrós, recuerdo que Rodolfo me
agarró y me acompañó porque sabía que para mí, Sergio era especial. Y para él
también. Y me acuerdo que íbamos caminando por la calle, y él era un tipo que
no dejaba pasar las cosas. Y siento que también necesitó en ese momento, hablar
de Sergio. Porque fue muy brutal.
Cuando
reventaron mi casa, él tuvo un gesto extraordinario conmigo. Me dijo: "si
no tenés a dónde ir, vení a mi casa". Cosa que era imposible, porque su
casa era algo inexpugnable. Vivía en un ambiente, con todas las cosas de las
escuchas que tenía ahí.
Una
de las cosas que me acuerdo es que le enseñé a manejar, porque él no sabía. En
esa época todavía estábamos legales. Nos juntábamos los sábados en una galería
que había en Santa Fe y Scalabrini Ortiz. Todavía está la galería. Adentro
había un bar. Allí nos reuníamos, y después íbamos a que le enseñe a manejar. Y
ahí me comentaba cosas como que había que tener el pasaporte siempre al día.
Porque si había algún viaje en que él me tenía que mandar al exterior, tenía
que tener todo listo. Y una vez me dijo: "no se puede salir al
exterior a hacer turismo. Pero al único lugar a donde se puede ir, es a
Cuba". Hablábamos mucho de literatura en general. Y una cosa que me
impresionó una vez fue que, una tarde, pasamos frente a una casaquinta hermosa.
Y él no era de decirte cosas como "ustedes son mi gente", o
"ustedes son mi familia", o "quiero que estemos juntos".
Pero sí decía cosas como: "cuando triunfe la revolución, vamos a venir a
vivir todos juntos a una casa como esta, para los tiempos de paz". En el
fondo, lo que él quería, era escribir. Él era básicamente un escritor. Como
Urondo. Ambos hicieron el renunciamiento más extraordinario que pudieron haber
hecho: entregar lo que más querían a un proyecto revolucionario, y relegar la
tarea de escribir como una prioridad.