Por Olga Viglieca -
http://www.elargentino.com/nota-102223-medios-142-Nuevos-formatos-para-el-viejo-lobby-clerical.html
Los objetores de conciencia y sus defensores han florecido en los últimos meses como las azaleas, que se anticipan a la primavera. Objetores del matrimonio igualitario, objetores de las guías –ya que no resoluciones– sobre los abortos no punibles, objetores del aborto no punible, objetores de la píldora del día después, de todo anticonceptivo no natural, de obedecer la voluntad escrita de un paciente acerca de los límites de cuidados médicos que acepta en caso de una enfermedad terminal. En el editorial de La Nación que nos ocupa, defienden el derecho a no cumplir con las funciones de funcionario público tres constitucionalistas. Jorge Vanossi, ministro de Justicia del gobierno de Duhalde y uno de inspiradores de la “teoría del complot piquetero” que pretendía justificar la represión en el Puente Pueyrredón y terminó con el asesinato de Kosteki y Santillán; Félix Lonigro, que no se ha cansado de deplorar la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida, y Félix Loñ, uno de los colaboradores civiles de la Secretaría General de la Presidencia cuando la ocupaba su amigo Jorge Rafael Videla.
Los teóricos religiosos de la buena conciencia prefieren atribuirle un linaje tan antiguo como heroico al derecho a objetar leyes sancionadas con arreglo a las instituciones: el de la valiente Ifigenia que, alzándose contra la autoridad de Creonte, desafía la prohibición y entierra a su hermano. En ese caso, la objeción de conciencia es el derecho que ejerce una mujer a desacatar la ley de un poder despótico y bien podría considerarse un derecho pariente, en el plano individual, del sagrado derecho colectivo a la rebelión –que, curiosamente, no goza de tanta estima entre los objetores que nos ocupan–. Miles de mujeres han recorrido el camino de Ifigenia. Y no hace falta mucha perspicacia para observar que la hermana de Orestes es más próxima a las “locas” que daban vuelta a la Pirámide de Mayo cuando a la Casa Rosada la ocupaba Videla (desobedeciendo la orden de dar por muertos a sus hijos), que de la objetorísima senadora Chiche Duhalde, que impulsa la desobediencia civil a una ley a la que se opuso y perdió.
La noción de que un individuo tiene derecho a desobedecer la ley para honrar sus convicciones, va de suyo, es una idea moderna, y una buena idea moderna, que surge del concepto de que el poder y sus normativas no tienen carácter ni divino ni natural sino que proceden de los simples mortales y por lo tanto pueden ser tan discutibles como injustos. ¿Alguien imagina a Catalina la Grande preocupada por la conciencia de sus vasallos? ¿A los tribunales de la Inquisición respetuosos de los pruritos de quienes mandarían a la hoguera? Pero los caminos del señor son inextricables. Quienes predican que sin objeción de conciencia no hay democracia ni derechos humanos repiten a renglón seguido que “la dictadura del relativismo moral” hijo de la Revolución Francesa es lo que los obliga a desobedecer las leyes (desde Ratzinger en la encíclica Spe Salvi hasta el obispo Jorge Lozano en La Nación, 8/7) y reclaman el perdón a los genocidas. Su inspiración no tiene nada de individual: siguen expresas directivas del papa Ratzinger, que convoca a los laicos a abocarse a la militancia política en defensa del derecho natural, de la “leyes” de inspiración divina que traduce el propio jefe del Estado Vaticano en su carácter de vicario de dios en la Tierra.
La objeción de conciencia tiene un origen progresivo que vale la pena recordar. Nació en Gran Bretaña, durante esa carnicería de masas llamada Primera Guerra Mundial. En 1916, por la enormidad de las bajas, el gobierno inglés cambió el carácter del servicio militar y lo convirtió de voluntario a obligatorio. Era tan irritante la transformación que se vio obligado a dejar exentos –de “manera extraordinaria”– a quienes rehusaran ir a la guerra tanto por motivos religiosos (los cuáqueros) como políticos: 16.500 jóvenes acudieron a los tribunales y las crónicas dicen que a partir de ese momento la vida no les fue fácil. Recién en 1989, la Resolución 46 de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU reconoció “el derecho de toda persona a tener objeciones de conciencia al servicio militar como ejercicio legítimo del derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”. Se ruega releer: al servicio militar.
Objetores de delantal blanco
En las últimas tres décadas, la objeción de conciencia se fue mudando de los cuarteles y los tribunales militares a los hospitales y los tribunales civiles. Más exactamente, la transpolación surgió en Estados Unidos en 1973, como una estrategia de la derecha religiosa provida contra el fallo de la Corte Suprema en el caso Roe vs. Wade, que legalizó el aborto. Desde entonces, creció hasta constituirse en un caballo de Troya dentro del aparato del Estado, con preferencias en los sectores de la educación, la salud y la Justicia. En algunos países con mayorías católicas, ha logrado desvirtuar más o menos eficazmente todas las leyes imputadas como “contrarias al derecho natural”, por ejemplo las de educación sexual, derechos reproductivos, las que amparan la muerte digna, la investigación con células madre y las que reconocen derechos a las minorías sexuales. En otros, como Francia e Italia, el Estado les impuso un límite drástico.
El de España es el caso más notable. Aunque legalizó el aborto en 1985, el 97% de los 100.000 abortos anuales se realizan, muchos derivados por el Estado, en clínicas privadas. Las instituciones médicas públicas y los profesionales de la salud se declararon homogéneamente objetores al punto que ningún hospital habilitó servicios de aborto (El País, 18/9/2009). ¿Acaso todos los médicos españoles son antiabortistas? No. Pero la redacción ambigua de la ley permitió que la Iglesia promoviera juicios contra el personal sanitario y las pacientes. Mientras el gobierno de Navarra informaba que todos los médicos eran objetores de conciencia, con la excepción de tres (sic), estos fueron demandados por poderosos estudios de abogados vinculados al clero, enviados a juicio por tribunales inficionados por los mismos lobbies y sometidos a un intenso y constante acoso de las organizaciones paraeclesiásticas que incluyó amenazas, actos frente a sus casas y afiches de denuncia hasta que desistieron (El País, 17/9/08). En julio de este año, España votó una nueva ley que amplía el derecho al aborto, regula la objeción de conciencia como una decisión individual que “debe manifestarse anticipadamente y por escrito”, prohíbe la participación de objetores en los comités asesores e instaura un registro nacional para evitar que los objetores del sistema público hagan abortos en la clínica privada. La Iglesia, asociada al Partido Popular, impulsa el desacato a la nueva ley y al registro de objetores.
Como se ve, la objeción de conciencia en el ámbito de la salud ya no es el acto de un individuo solitario que busca una excepción frente a una obligación jurídica. Es una acción colectiva, dirigida por las poderosas corporaciones de la derecha clerical, que busca bloquear leyes y políticas públicas establecidas democráticamente por los Estados.
¿Y por casa?
En la Argentina, el camino que lleva a que directores de registro civil se atrevan a negarse a casar parejas homosexuales en nombre ¡del derecho canónico! comenzó en 2001, cuando el Consorcio de Médicos Católicos y la Asociación de Abogados Católicos plantearon ante la Corte la exigencia de que la ley de derechos reproductivos incluyera explícitamente el derecho a la objeción de conciencia. O sea, que eximiera a los médicos de la obligación de informar sobre anticonceptivos “no naturales” o de recetarlos.
El fallo fue adverso y la derecha clerical se esmeró, beneficiada por la pasividad o la complacencia del Estado, en ocupar puestos clave en la Justicia de Menores y de Familia así como en el sistema de salud pública. Los comités de bioética fueron un elemento clave del dispositivo de obstrucción. No siempre es público quiénes los integran pero en cada caso en que se bloqueó judicialmente un aborto no punible, el Comité de Bioética sostuvo las posiciones más restrictivas. Y la exposición mediática evidenció que entre sus miembros es infaltable la presencia de religiosos o de profesionales laicos –médicos, abogados, filósofos– adscriptos al Instituto de Bioética de la Universidad Católica Argentina.
Los resultados están a la vista. El informe 2008 del CELS sobre derechos humanos en la Argentina reseña ocultamiento de anticonceptivos, obstrucción de la anticoncepción quirúrgica, restricciones o falseamiento de la información sobre anticonceptivos disponibles, omisión en la colocación del DIU.
Pero la injerencia clerical no sólo frenó la aplicación de nuevas leyes, logró hacer retroceder el reloj de la historia en relación a los abortos no punibles. Desde 1921, el artículo 86 del Código Penal autoriza la interrupción del embarazo en caso de riesgo para la vida o la salud de la gestante, de violación o de atentado al pudor de la mujer idiota o demente. Y deja librada la práctica al acuerdo entre el médico y la paciente, o el tutor de la paciente. Durante ocho décadas, ningún médico dio intervención a la Justicia y es lo que sigue ocurriendo en la práctica privada. Sin embargo, un artículo del Pacto de San José de Costa Rica que afirma que “en general” la vida empieza desde la concepción dio pie a la Iglesia para cuestionar por inconstitucional el art. 86 y bloquear los abortos no punibles en los hospitales. O sea, las de las mujeres y niñas pobres, que no pueden abortar en el sistema privado y que engruesan las estadísticas de muerte materna.
A este retroceso ayuda la precarización laboral de los trabajadores de la salud que los vuelve tan vulnerables a las represalias legales (backlash) de los abogados vinculados a la Curia como a las represalias de sus jefes provida. Sólo eso explica que, ante un pedido de aborto a una joven violada con una edad mental de 5 años, TODOS los médicos de los hospitales entrerrianos se hayan declarado objetores de conciencia en 2007. Todos. Lo mismo sucedió en la provincia de Buenos Aires con el caso LMR, en abierto desafío al fallo de la Corte provincial que autorizó el aborto.
Por eso es un gran acierto que en la ley de matrimonio igualitario no se haya incluido el derecho a la objeción de conciencia de los funcionarios que deben hacerla efectiva. Y un gran desacierto que en la guía para el aborto no punible y en la resolución que no fue se lo acepte. El proyecto de Guía que está discutiendo la Mendoza de Celso Jaque extiende la objeción a todas “las prácticas ligadas a la salud reproductiva”, como se pretendía en 2001. Y el gobierno de Santa Fe, que aplica su propia guía, acaba de desayunarse con que casi todo el plantel médico del Hospital Provincial de Rosario se ha declarado objetor, del mismo modo que el director del Servicio de Ginecología del Hospital de Emergencias Clemente Alvarez mientras que la directora de la Maternidad Martin, Silvia Carbognani, defiende la interpretación más restrictiva.
La objeción de conciencia no es inocua: avasalla los derechos de las mujeres más humildes, que no pueden elegir qué médico las va a atender. El Estado no debería avalar que en la gestión pública se violenten las leyes y los derechos humanos de los ciudadanos. Porque aunque después las Cortes provinciales digan que el aborto no punible no debe ser judicializado, a veces el embarazo está muy avanzado, o la presión quebró a parte de la familia. O la paciente ha muerto, como la joven santafesina Ana María Acevedo, a la que en el Hospital Iturraspe le negaron la quimioterapia para el cáncer porque iba a afectar el embarazo y le negaron el aborto porque era un crimen.
La objeción de conciencia es un privilegio de clase. ¿Cómo podría hacer un peón rural para declararse objetor de conciencia ante el uso del glifosato en los campos sojeros? ¿Un chofer de colectivo que sabe que el cascajo que conduce es un riesgo para él y para todos los demás?
Pero, sobre todo, es un palo en la rueda de las políticas públicas que deberían lograr que la Argentina bajara sus índices de la mortalidad materna, cuya causa principal es la muerte en abortos clandestinos. El Estado argentino ya ha sido denunciado ante el Comité de Derechos Humanos de la ONU por el caso LMR y el organismo le advirtió “su preocupación por la legislación restrictiva del aborto contenida en el artículo 86 del Código Penal así como por las inconsistentes interpretaciones por parte de los tribunales de las causales de no punibilidad contenidas en dichos artículos”. En la misma línea, el Comité que monitorea la aplicación de la Convención de Derechos del Niño expresó “su preocupación por el alto porcentaje de muertes maternas, especialmente de adolescentes, relacionadas con abortos (28,31% en 2005) y en los largos procedimientos de interrupción legal del embarazo resultante de violación, en particular, debido al artículo 86 del Código Penal”. Fue para evitar otra advertencia que la secretaria de la Mujer, Lidia Mondelo, dijo hace unos días en Nueva York, ante la comisión de seguimiento del Protocolo del CEDAW, que el ministro Manzur había firmado la resolución que ahora parece que no firmó.
Acá cabe el sabio apotegma que dice que la culpa, entonces, no es del chancho sino del que le da de comer. Jorge Manzur anda repitiendo urbi et orbi que él es un hombre de la Iglesia y por eso está contra el aborto. Tiene todo el derecho del mundo, claro, a ser hombre de quien prefiera. Lo que no queda claro es que esas primarias lealtades sean compatibles con el cargo que desempeña.
* Periodista. Trabajó en El Porteño, El Periodista, Página 12, Clarín, La Triple Jornada, de México, y La Clave, de Madrid, entre otros medios. Recibió, con sus compañeros del suplemento Zona (Clarín), el Premio Rey de España por una investigación sobre la dictadura. Sus trabajos fueron traducidos y forman parte del referato de publicaciones académicas. Investiga la historia de las mujeres de la clase obrera argentina (1880-1940) e impartió seminarios en la UBA, la Universidad Nacional del Sur, la Universidad del Comahue, y organizaciones sociales.