domingo, 8 de abril de 2012

La matriz setentista de Duhalde “el bueno”

Por Felipe Celesia y Pablo Waisberg - http://www.revistadebate.com.ar//2012/04/04/5271.php 

Secretario de Derechos Humanos desde 2003, Eduardo Luis Duhalde murió el último martes 4. Abogado defensor de presos políticos, periodista e historiador, fue una figura central en la Argentina de los años sesenta y setenta.

Eduardo Luis Duhalde, el “Duhalde bueno” como se lo suele nombrar desde hace algunos años en la izquierda y en los ambientes progresistas, circuló por las zonas y debates más intensos de la política argentina del siglo pasado. Ahí estuvo cuando el peronismo se adivinó el sujeto revolucionario de la historia, cuando la liberación de Cuba alentó agendas insospechadas, cuando el sindicalismo burocrático necesitó ser dotado de doctrina y cuando la juventud se erigió en un poder tan breve como definitivo. Duhalde el bueno también atravesó las grandes tragedias del período: los fusilamientos de Trelew, el enfrentamiento armado entre la derecha y la izquierda peronista y el plan genocida de la última dictadura. Entre los sesenta y los setenta, en aquella etapa que definió el país, Duhalde el bueno forjó su historia.

Su primera militancia se ubica a principios de la década del sesenta, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, dentro del grupo trotskista “Palabra Obrera”, que intentaba avanzar sobre la todavía sólida base social del peronismo. En ese tránsito, le llamaría la atención un estudiante de mente rápida y lengua aguda que batallaba contra los solemnes profesores y que se convertiría pronto en su socio, mejor amigo y compañero de ruta hasta su asesinato: Rodolfo Ortega Peña.
Duhalde desencantado con el trotskismo, Ortega Peña desilusionado con las posibilidades revolucionarias del Partido Comunista; ambos con una inmensa energía vital y vocación política, abrevaron en el círculo conspirativo del histórico referente de la resistencia peronista César Marcos y terminaron de “peronizarse”, según la propia definición de Duhalde.

Conocerían en aquellas tertulias peronistas al abogado de la CGT, Fernando Torres, que los vinculó con la Unión Obrera Metalúrgica que conducía Augusto Timoteo Vandor. En el vandorismo, contradictoriamente, encontrarían la mayor recriminación a sus antecedentes pero también la oportunidad de desplegar la primera noción del “desaparecido” en una investigación sobre el caso de Felipe Vallese, tomada del trabajo del periodista Pedro Leopoldo Barraza.

Con el advenimiento del onganiato y su prolija represión política y cultural, Duhalde el bueno y su inseparable sosias Ortega Peña, se recluyeron en la historia y ahí, de un tirón, parieron una serie de libros que reivindicaban a los caudillos atacados por las corrientes mitristas. Legitimaban, por analogía, a quienes luchaban en aquella coyuntura. El título más paradigmático del tradicional pero efectivo recurso político por la vía historiográfica fue Facundo y la montonera: Historia de la resistencia nacional a la penetración británica (Plus Ultra, 1968).

Pero sobre fines de los sesenta, la dinámica política se precipitó y el trabajo intelectual debió esperar. Otras eran las urgencias. Los sectores más activos del peronismo cuestionaban la estrategia de la resistencia para lograr el retorno de Perón y se radicalizaban los métodos de protesta. La impaciencia de los peronistas a menudo los llevaba ante la Justicia y allí estaban Ortega Peña y Duhalde para defenderlos. En los siguientes cuatro años, exactamente hasta la  asunción de Héctor Cámpora, representaron en los tribunales a todo el peronismo, desde Envar El Kadri a Norma Kennedy, y a todos los miembros de las organizaciones armadas: ERP, FAR, FAP, Montoneros y demás. Su labor fue incansable y titánica y con una efectiva mezcla de talento procesal, audacia y pragmatismo, liberaron de la cárcel a mucha gente.

Dieron esa pelea desigual contra un Estado autoritario, que no dudó en crear un órgano de justicia a todas luces inconstitucional como la Cámara Federal en lo Penal  (“El Camarón”); tampoco en poner bombas en los estudios y en secuestrar y matar a los abogados. Los amigos, que ya tenían tarjetas personales que los identificaban como “Ortega Peña & Duhalde”, participaron de la fundación de la Asociación Gremial de Abogados, creada para dar cobertura a los muchos abogados que se jugaban la vida defendiendo presos políticos.

Esa tarea judicial y su activa participación en la campaña “Perón vuelve”, les granjearon un lugar en el universo peronista. El premio llegó en forma de boleto de asiento en el avión en el que sólo 150 pasajeros tuvieron el privilegio de  acompañar a Juan Domingo Perón en su retorno del exilio. Los amigos decidieron que fuera Ortega Peña quien ocupara el lugar.

Con Héctor Cámpora en la Casa Rosada y el historiador Rodolfo Puiggrós en la Universidad de Buenos Aires, los amigos lanzaron la revista Militancia Peronista para la Liberación, una herramienta de presencia y debate que alcanzó niveles notables de influencia con apenas cuarenta mil ejemplares. Además accedieron a conducir dos cátedras de la rebautizada “Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires”: Historia del Derecho Argentino e Introducción al Derecho. La idea era generar una “universidad abierta al pueblo y al servicio de la liberación”. Y en ese afán, se enjuiciaban a figuras históricas con fiscalía y defensa representadas por estudiantes. El reflujo de los sectores conservadores de la facultad no se hizo esperar: Duhalde y Ortega Peña terminaron sin cátedras por oficios del entonces ministro de Educación, Jorge Taiana (padre).

Pese al sabor amargo de haber sido expulsados de la UBA, pronto tuvieron un nuevo desafío: ocho diputados de la Juventud Peronista renunciaron a sus bancas en la dinámica del enfrentamiento con Perón y con el plenipotenciario ministro de Bienestar Social, José López Rega. Metido de relleno en el armado de las listas oficialistas, Ortega Peña asumió en el Congreso y Duhalde se abocó a la tarea de construir en su amigo la figura de un candidato con proyección nacional.

En ese trabajo lo encontró la muerte de Ortega Peña, el 31 de julio de 1974, en pleno centro de Buenos Aires. Era el primer crimen firmado por la Triple A y el mensaje era claro: irían por todo y por todos, sin distingo.

A pesar de las amenazas y el peligro real, al día siguiente Duhalde condujo el cortejo fúnebre que había congregado a militantes de todas las extracciones políticas. Bajo un cielo muy gris, fueron desde la capilla ardiente que se instaló en la sede de Federación Gráfica de Raimundo Ongaro hasta la Chacarita. Entre uno y otro punto, la Policía Federal intentó secuestrar el cajón varias veces, detuvo a dos centenares de militantes y reprimió dentro del cementerio.

Allí Duhalde el bueno encabezó el momento más trágico de su vida privada y el más simbólico de su vida pública. Parado frente a la fosa abierta, con un impermeable negro, rodeado de puños cerrados y dedos en ve, Duhalde vivió el momento que lo sintetiza y lo impulsa hacia su lugar en el futuro. Y dijo:
“En mi despedida no hay llanto porque en otras despedidas aprendimos cómo se saluda a los soldados del pueblo que caen [...]. Vivió y murió para que la clase obrera y el pueblo forjaran desde el poder una nueva sociedad con hombres nuevos donde desaparecieran definitivamente explotadores y explotados.

Por eso, porque morir por el pueblo es vivir, en esta hora de apretar los puños y de tristezas, reafirmamos aquel juramento: ‘la sangre derramada por Ortega no será negociada’. Y decimos simplemente, como a él le hubiera gustado: ‘Ha muerto un revolucionario, ¡viva la revolución!’”.

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