José Pablo Feinmann - https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-78433-2006-12-31.html
Los acontecimientos que todos conocen relegaron a un lugar
de insignificación un hecho que merece trascender. Su protagonista es un buen
tipo. Vamos a decirlo primero así, como lo decimos en la Argentina, donde les
decimos buenos tipos a los tipos que, en efecto, son buenas personas, no
traicionan, saben ser amigos, no roban, son puros, tienen una moral y no sólo
la tienen sino que la practican. De esos tipos, pocos. Con los dedos de la mano
alcanza para numerarlos. A los buenos tipos además –sin solemnidad, sólo con
gran respeto– les decimos “hombres buenos”. “Hombres dignos.” Y, sin demasiado
esfuerzo, los queremos, se nos hace fácil quererlos. Facilidad que ellos hacen
posible. Estoy hablando de Héctor Cámpora.
El jueves 28 de diciembre, en el Salón Blanco de la Casa
Rosada, el hijo y los nietos de Héctor Cámpora le entregaron al presidente
Kirchner el bastón y la banda presidencial que fueran de su padre, de su
abuelo. Uno no va a muchos lados. Uno, cada vez más, es de salir poco. Hay
mucho que hacer, ya no somos jóvenes y la obra está sin terminar. Sabemos que
nunca vamos a escribir nuestro mejor libro, pero lo seguimos intentando. Sin
embargo, si se trata de recordarlo a Cámpora, uno está ahí. Sabe por qué. Uno
dice “Cámpora” y piensa en la primavera. Muy pocos pueden convocar algo tan
florido, la mejor estación del año, los pibes en los parques, los pájaros y el
amor a todo trapo. Porque la Primavera de Praga es de Praga, pero no es de
ningún tipo. En cambio, la Primavera Camporista es de Cámpora, lleva su nombre.
¿Qué es políticamente una primavera? Es un raro momento de la Historia en que
creemos que en el futuro espera la felicidad, tal como la sentimos en el
presente y aún mejor. Un momento en que la Historia parece, para siempre,
nuestra. Tan nuestra que nadie nos la podrá quitar. Durante la Primavera
tenemos una visión lineal de la Historia: la Historia avanza, incontenible, en
la dirección de nuestros deseos. Más aún: la Historia existe para que, en ella,
se realicen nuestros sueños. Eso fue la Primavera Camporista. Duró poco. Fue un
romance juvenil y todos sabemos que los romances juveniles son intensos, locos,
pero breves. (Años después hubo otra primavera: la de Alfonsín y el Juicio a
las Juntas. Pero terminó mal, negándose, y el abogado de Chascomús se
deshilachó sin remedio y por su propia mano.)
Cámpora no parecía destinado a ser un revolucionario.
(Porque esto, objetivamente, terminó por ser.) Durante el primer peronismo, ese
que pinta Santoro con los colores de un Paraíso Perdido, Cámpora era un simple
dentista, un hombre de San Andrés de Giles que arrimó un bochín al corazón del
Poder. Era obsecuente, y era feliz con la obsecuencia. Quería tanto a Perón y a
Evita que no hacía otra cosa sino lo que le decían. Hay una anécdota
(seguramente falsa: tiene un tufillo indisimulable de sorna y desdén
oligárquico, pero es ingeniosa) que lo muestra siguiéndola a Evita, siempre
apurada, siempre afiebrada por la acción, y Cámpora, fiel, detrás de ella y
ella, de pronto, le pregunta: “Che, Camporita, ¿qué hora es?”. Y Cámpora dice:
“La que usted quiera, señora”. Divertida la anécdota, pero como dije: falsa. Es
inimaginable que una mujer como Evita no tuviera un reloj. Y caro.
Pasan los años y Cámpora pasa a ser el delegado de Perón,
que está en Madrid, exiliado. Y aquí empieza a pasarle algo raro. Empieza a
conocer a los pibes de la izquierda peronista. Se lleva bien con ellos. Los
pibes le dicen “Tío”. Y a Cámpora le gusta: ¡ser el Tío de todos esos muchachos
ruidosos, quilomberos y, algunos de ellos, amigos de los fierros! A los
fierreros Perón les dice: “formaciones especiales”. Era la forma de
integrarlos. Perón integraba todo, todo le servía, lo bueno, lo malo, lo
infame. Se creía el gran ajedrecista de la Historia, el Mago que podría
conjurar todos los infiernos de un país en llamas. Cámpora sale elegido para
ser Presidente. Perón está proscripto, ¿quién, entonces, sino Cámpora, el fiel,
el leal Camporita para tomar su lugar? El 11 de marzo de 1973 gana cómodo. Le
hacen, a la noche, un reportaje en la TV y dice: “¡Basta de golpear a nuestros
muchachos!”. Le habían dicho que la policía golpeaba a los militantes que
festejaban el triunfo. Tiene a su lado, como compañero de fórmula, a un
conservador, Solano Lima, también sobrepasado por los hechos. Otro buen tipo.
El 25 de mayo asume. La plaza es una fiesta sin límites. Vienen Allende y
Dorticós. Oigan, no es una fiesta del populismo. Y si no, digan que Allende y
Dorticós eran populistas. Es la jornada más triunfal de la izquierda
revolucionaria en la Argentina. Cámpora dicta la ley de amnistía y todos los
presos salen a la calle, a festejar, a vivir la primavera. Allende, por
televisión, dice: “¿Cómo no le habrá de ir bien a este gobierno? Vean ustedes
el apoyo de masas que tiene”. Le faltaban tres meses para caer. A Cámpora, 45
días. Restablece relaciones con Vietnam del Norte. Dice un discurso combativo
desde el balcón de la Rosada. Luego intenta gobernar. Perón lo llama a Madrid.
(Esto no sé si es antes o después de asumir: hay que preguntarle a Bonasso, que
lo quiso, como todos, mucho.) Perón, duro y fiero, le reprocha sus vínculos con
la JP. Cámpora, rebelde, ya no obsecuente, le dice: “Usted pensará como quiera,
general. Pero si yo soy Presidente es por usted y por la Juventud Peronista”.
La Historia, que es azarosa, laberíntica, lo había puesto en el lugar del
revolucionario. Las masas juveniles estaban con él. Los militares, al acecho,
ya tienen su nombre en la peor de las listas, la de los que deben morir. Vuelve
Perón, estalla lo de Ezeiza y en pocos días más, entre los sindicatos, Osinde,
López Rega y el general Perón al frente de este comando fascista, de estos
héroes de la “etapa dogmática”, del giro a la derecha, de la negociación con
los milicos o, mejor dicho, de la claudicación ante un Ejército que exigía
normalidad, basta de tomas de fábricas, basta de ese petardista de Galimberti
proponiendo milicias populares, basta de primaveras imprudentes, subversivas,
lo tiran al Tío por la ventana, sin asco ni respeto.
Murió exiliado en la embajada de México. Llevaba años ahí.
Si Videla lo agarraba lo hacía desollar vivo y en su presencia, para gozar.
Murió de un cáncer que no pudo atenderse adecuadamente: una embajada no es un
lugar para curar un cáncer ni, peor aún, para amenguar su dolor. Los milicos lo
odiaban como a uno de sus peores enemigos: esto lo honra. “Fue un hombre
digno”, dijo Kirchner al recibir los atributos que el hijo y los nietos le
entregaron. “Che, Camporita, ¿qué hora es?” Es la suya, querido Tío. La hora en
que lo recordamos como lo que usted fue. Algo insólito, extraordinario: un
hombre bueno. Llevamos su primavera en el corazón. La llevamos, entre otras
cosas, porque nunca más tuvimos otra. Pero todavía estamos aquí, y esperamos.